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Foto del escritorDr. Goodfellow

Todas las familias felices

Normalmente evito escribir sobre libros que no me han gustado. El silencio en mi caso es muestra de amabilidad. Pero a veces me rebelo.


Aprovecho este momento fernangomeciano de «a la mierda» y voy a decir alguna cosa que creo importante en defensa de la literatura. O al menos de mi concepto de literatura.

Se puede escribir de todo, eso está claro. Hacer una novela en la que no pasa nada. A veces son las que más me gustan. Contar por contar, pero contar bien, con un propósito. Utilizar la herramienta del lenguaje por placer estético, entendiendo que este no tiene que ver solo con embellecer el mundo, aunque es una aspiración loable a la que muy de vez en cuando intento contribuir.


El dolor es un ingrediente habitual en los libros. Mueve muchas más plumas que la alegría. Cuando el hombre experimenta un momento de felicidad, rara vez se sienta a amuermarse debajo de un flexo. Lo comparte con los amigos en bares y fiestas. A eso se añade algo de lo que hablamos a menudo en nuestros corrillos pseudoliterarios. El humor, en cualquiera de sus variedades, no dignifica un texto como lo hace el llanto. O eso nos han hecho creer. Será que la tradición, desde el viaje de Ulises a los grandes relatos decimonónicos, está repleta de dramas. Las tragedias de Shakespeare gozan de más prestigio que los ligeros argumentos de Jardiel Poncela, aunque, cuando nadie nos ve, preferimos dar marcha atrás a nuestros corazones antes que recitar a Hamlet.


También es cierto que, a poco que nos entretengamos en analizar cualquier obra, descubrimos traumitas y caracteres del autor. Quién no se inspira en su vida para crear, quién no escribe sobre lo que mejor conoce. Y, por supuesto, si lo que vamos a emprender es una autobiografía, ahí estará nuestro quehacer diario, a la vista de todos, con sus pequeñas alegrías y sus dolores magnificados. Porque nos gusta quejarnos. Eso nos libera, y libera también al que lo lee. La catarsis, ya lo decía Aristóteles, esa fuerte experiencia emocional que comparten autor y espectadores, deviene en una agradable sensación purificadora. Llorar nos hace bien.


Ignoro qué psicólogo inventó como tratamiento la escritura terapéutica, quién aconsejó por primera vez poner negro sobre blanco las cositas de quién para entender y procesar su vida emocional. Ver «desde fuera» lo que hace daño ayuda a adoptar otra perspectiva, a objetivar los hechos, y eso posiblemente contribuya a la sanación. A mí me parece fantástico. La salud mental es tan importante como la física. También nos ayudaba en la adolescencia llevar un diario de nuestros desórdenes emocionales, de eso que con cursilería llamábamos «nuestro sueños», de los besos que nos dimos a escondidas o aquellos que nos hubiera gustado recibir; pero a nadie se le ocurre que esos textos puedan alguna vez aparecer encuadernados, con ISBN y todo, junto a las obras de Proust.


Hace nada he leído un libro bien tratado por la crítica, publicado en una editorial de renombre. Me he topado en las redes sociales con opiniones favorables, especialmente por tratar un tema muy duro, por desnudar en una autoficción espeluznante las cicatrices que deja la familia.


La familia es, ya lo decía Tolstoi, un tema recurrente en literatura, sin la que la novela, en su opinión, dejaría de existir. Pero escribir con esos ingredientes no implica que el libro que resulte pueda considerarse arte. Y no solo porque no exista en él una clara línea argumental (el hibridismo aporta riqueza, romper moldes genéricos es algo que me entusiasma), porque carezca de estructura y porque sea repetitivo hasta la náusea. Porque emplee siempre los mismos recursos, si es que pueden considerarse tales, y no una mera enumeración de sentimientos oscuros bajo los mismos términos. Porque guarde durante páginas y páginas, para causar un gran efecto, un hecho que se va anunciando, pero sin conseguir ese otro ingrediente que en literatura funciona tan bien como es la intriga. Manejar algo parecido a un estilo, mantener el interés del lector, conseguir una voz independiente donde el narrador no sea mero transcriptor del autor es también exigible para considerar que un texto es literatura, y no una mera redacción o una crónica digna de aparecer en El caso.


Además, ser valiente para exponer tus cuitas es una cosa, pero regodearse en ese dolor para obtener más ventas no me parece la actitud. Ya digo que esa es mi opinión. Que una novela es algo más que lo que cuenta, y que la literatura tiene un afán trascendente, de llegar a los lectores de todos los tiempos. Aunque lo que narre suponga un fiel retrato de un momento puntual, de una sociedad, o de un espacio lejano a nosotros y a nuestra cultura, el hombre siempre es el mismo. Poco hemos cambiado desde las cavernas, a pesar de que el progreso nos haga creer lo contrario.


«Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera», comienza Ana Karenina. La infelicidad que causa ese núcleo primordial da para muchas páginas, pero eso no quiere decir que dichas páginas se conviertan automáticamente en Literatura.


Elena Marqués

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