En aquellos días, yo acababa de cumplir cuarenta años y me las prometía muy felices. Conservaba en el tejado una mata de pelo casi insultante y tenía entre mis manos un gran libro. O eso creía yo. Después de todo, era grande en tamaño (se trataba de una novela de mil páginas, una longitud, a menudo, casi incompatible con la vida). Y también prometía ofrecer cantidades industriales de talento (había conseguido llegar, al parecer, a millones de lectores y ser aclamada por la crítica: premio Kirkus, finalista del Man Booker Prize y del National Book Aware, mejor novela del año según The New York Times, The Washington Post, The Wall Street Journal, NPR, Vanity Fair, Vogue, The Guardian, The Economist, Newsweek, People y Huffington Post, entre muchos otros). Un reto atractivo.
Pues bien, por si tiene prisa, querido lector, y tiene algo en el fuego, como una tortilla francesa o algo así, o tiene que ayudar a sus hijos con los deberes, o simplemente le han entrado ganas de no seguir leyendo porque el que aquí escribe ni fu ni fa y prefiere escuchar a Mingus o a Melendi, está bien. Pero no se vaya sin llevarse esta frase: Tan poca vida de Hanya Yanagihara (Lumen, 2016) es una novela para no leer. Al menos más allá de sus cien primeras páginas. O a mí me lo parece.
Una novela que sigue el hilo de la gran literatura norteamericana y que ha llegado para dar un nuevo sentido al silencio y un nuevo valor a las emociones. Ja.
La novela que hay que leer. Ja.
Para saber qué dicen y qué callan los hombres. De dónde viene y adónde va la culpa. Cuánto importa el sexo. A quién podemos llamar amigo. Y qué precio tiene la vida cuando ya no tiene valor. Ja.
En aquellos días, yo acababa de cumplir cuarenta años y, como venía siendo en los últimos tiempos, gustaba de regalarme a mí mismo un libro diferente, acaso especial. Verán, suelo comprar un número considerable de libros al año pero por mi aniversario, aprovecho para comprar alguna lectura que, por su extensión o cuidada edición, tenga altas probabilidades de convertirse en memorable. Una costumbre como otra cualquiera. Y es verdad que, hasta la fecha, estaba resultando ser un juego muy satisfactorio. Hace dos años, por ejemplo, me hice con una colección notable de cuentos de John Cheever y el volumen titulado ¿Por qué escribir? Ensayos, entrevistas y discursos (1960-2013) de Philip Roth, ambos editados por Literatura Ramdom House. Hace tres, compré la poesía reunida de William Carlos Williams en tapa dura y preciosa edición de Lumen. Y así. Ya se van haciendo una idea.
Pero este año. Ay, este año. Qué desgracia, cuánto dolor. Casi más que el que la novela cree narrar. Y les aseguro que nada tiene que ver con las expectativas, pues, ya se sabe, condicionan mucho la percepción y yo prefiero no echar mucha cuenta. No. Es más bien otra cosa. Algo relacionado con la tragedia que acompaña a un vigoroso lector que, a pesar de sentir deseos de interrumpir la lectura, ya en sus primeros compases por falta de ritmo e interés, continúa dando oportunidades, una página y otra, consciente de que, en ocasiones, las lecturas difíciles, a pesar del tedio, incluso más allá del sufrimiento, albergan tesoros íntimos, placeres únicos. Una página y otra, digo. Y así hasta la página 1002. Pero de sublimes hallazgos, nada. Una tortura.
Una tortura a la que no me suelo someter voluntariamente, la verdad, pues la vida es muy corta. Y hay muchos libros en el mundo. Y la sed de uno es tremenda. Y ya tenemos una edad. Y también cierto olfato. Y no pasa nada. Se cierra el libro y aquí paz. Y después gloria. Pero sobre todo paz.
¿Y por qué no recomiendo su lectura? Pues porque es un catálogo de miserias propias del culebrón colombiano más difícil de creer. Porque está narrada con una prosa sin nervio ni carisma, repleta de adjetivos pretenciosos y vacíos. Porque la estructura es plúmbea, cansina, con abuso de regresiones y descripciones ingenuas que lastran el ritmo del relato. Porque, en definitiva, es una historia en la que abundan situaciones, reacciones y diálogos del todo prescindibles y que no parecen sumar ni justificar una propuesta de mil páginas. Diálogos y fragmentos como éste:
- Esa chica estaba loca por ti- le había comentado él a regresar a casa andando después de alguna fiesta.
- ¿Quién?- preguntaba invariablemente Jude.
Jude les había dejado claro que no hablaría de eso con ninguno de ellos, y cuando salía el tema les lanzaba una de sus miradas y desviaba la conversación con una firmeza que era imposible malinterpretar.
- ¿Ha dormido alguna vez fuera de casa?- le preguntaba JB a Willem cuando Jude y él vivían en Lispenard Street.
- Tíos- respondía él, incómodo-, no creo que debamos hablar de eso.
- ¡Vamos Willem!- soltaba JB-. ¡No seas tan remilgado! No estás traicionando ninguna confidencia. Solo di sí o no. ¿Lo ha hecho?
Él suspiraba.
- No.
Se hacía un silencio.
- Entonces es asexual- decía Malcolm al cabo de un rato.
- Eso lo eres tú, Mal.
- Vete a la mierda, JB.
Y bueno. Pues eso. Él suspiraba. Y suspiraba. Y suspiraba. Y suspiraba. Y suspiraba. Hasta que dejó de hacerlo. Mil páginas después.
Pero, ¿y un cuento? Oh. Un cuento tal vez hubiera sido mejor idea:
Narraría más de tres décadas de amistad en la vida de cuatro amigos que viven en Manhattan. Una historia dura y triste pero realmente hermosa. Un relato que te mantendría con un nudo en la garganta pues el protagonista, Jude, un perro mal lamido desde la cuna, se autolesiona realizándose cortes en los brazos por algo horrible que sucedió en el pasado y, claro está, enfanga su presente. Una herida que no cura la amistad, ni el sexo, ni el sueño americano. Un veneno que sólo acaba con la muerte.
En fin, en aquellos días, yo acababa de cumplir cuarenta años y me las prometía muy felices. Pero la vida siempre tiene sus propios planes.
Carlos Torrero
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