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  • Foto del escritorDr. Goodfellow

SOVIETISTÁN: Un viaje por las repúblicas de Asia Central, de ErikaFatland


Cuando llegues a tu país, podrías contar que en un lugar muy muy lejano, en un valle distante de un recóndito rincón del mundo encontraste a un hombre que te contó una historia trágica sobre su vida, le dijo el anciano Mirzonazar a la escritora noruega Erika Fatland a modo de despedida en una pequeña aldea del valle de Yanob en la desconocida Tayikistán. La autora, como en los cuentos, cumplió el deseo del anciano y sus palabras aparecen en el libro Sovietistán: Un viaje por las repúblicas de Asia Central (Tusquets Editores, 2019), en el que Fatland narra sus vivencias por los cinco países que componen esta extensa zona del Planeta, una de las subregiones establecidas por la ONU.


Todos estos países formaron parte desde los años veinte hasta 1991 de la ya extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS); de hecho, varios de sus presidentes fueron nombrados por Gorbachov, y, aunque algunos reniegan de su pasado, no desdeñan la herencia recibida y comparten con la vieja nomenclatura soviética un exacerbado gusto por el culto a la personalidad, alergia a los procesos democráticos y un desdén considerable, a veces casi absoluto, por los derechos humanos.


El libro, dividido en cinco capítulos, uno por país −Turkmenistán, Kazajistán, Uzbekistán, Tayikistán y Kirguistán−, se publicó por primera vez en Noruega en 2014, cuando en España ya llevábamos unos años añadiendo el sufijo -stan al nombre de nuestro país. Se pretendía con ello equipar a España con, esos países situados a la cola en los rankings internacionales que miden el nivel de bienestar, de democracia, de transparencia y derechos humanos. Sin embargo, leyendo Sovietistán te das cuenta de que, a pesar de los déficits que soportamos en todas esas áreas, aún tenemos margen para empeorar. Aunque, por el camino que vamos, solo es cuestión de perseverar un poco… Por cierto, el sufijo -stan, proveniente del persa, no significa otra cosa que lugar y está emparentado con términos de origen latino como estado y estatus.

Llegué a este libro de carambola, a través de un podcast, que suelo escuchar con mucho interés, llamado La linterna de Diógenes. Me pareció interesante porque estoy escribiendo una novela sobre una mujer comunista, exiliada en la Unión Soviética tras la derrota republicana en nuestra Guerra Civil. Como ella, muchos españoles acabaron en algunas de esas repúblicas del imperio comunista, cuando los alemanes invadieron la URSS en 1940. En esos países, algunos comprendieron, que definitivamente el paraíso terrenal impulsado desde Moscú estaba atravesado por contradicciones muy difíciles de resolver, incluso aplicando a fondo la dialéctica marxista.


Estas contradicciones, que autores como Andrei Platonov intentaron abordar en novelas como Dzhan (Fulgencio Pimentel, 2018), desbordaban la lógica del régimen. El hombre nuevo, dispuesto a poner el mundo boca abajo, se daba de bruces contra unos pueblos y unas gentes en cuya mentalidad, marcada por el respeto a las tradiciones, no encajaba demasiado una ideología tan rupturista con el pasado.

En las memorias de Carmen Parga Antes que sea tarde (Editorial Renacimiento, 2020) la autora cuenta cómo llegó a Taskent, capital de Uzbekistán, empujada por la Gran Guerra Patria contra los nazis. Encontró una ciudad exótica, saturada por la llegada de desplazados por el conflicto bélico, en la que sus habitantes iban en camellos. El ambiente de las Mil y una noches la dejó boquiabierta, al igual que las mujeres vestidas con burka y la práctica de la poligamia. Un hombre podía tener tantas mujeres como se pudiera permitir. ¿Era todo aquello propio de un país comunista? ¿Qué posibilidades tenía la ideología comunista de prosperar en un lugar así? ¿Era legítimo el imperialismo colonialista desde la ideología comunista? ¿Qué pasaba con el respeto hacia los pueblos?


Este choque entre las culturas de estos países −nómadas e influenciadas por el islam en mayor o menor medida− y la cultura rusa venía de lejos y responde de forma perfecta al manido binomio civilización/barbarie, en el que todo lo que viene del primer concepto es progreso y todo lo que viene del segundo es retraso. En los relatos de Pushkin, el padre de las letras rusas, hay numerosas referencias a la vida en las guarniciones fronterizas del ejército zaristas y a sus tiras y aflojas con las poblaciones locales, sus líderes y sus costumbres. Leyendo Sovietistán descubres que las tensiones subsisten en la actualidad y que cada uno de esos países ha intentando dar una solución al conflicto de identidad que para ellos ha supuesto la independencia, o, si se prefiere, la descolonización de sus territorios. Al igual que el Imperio Romano asimilaba las élites de los bárbaros y las educaba en Roma, Moscú reclutó en sus provincias a chicos con talento. Provenían de familias modestas, pero destacaban en los estudios; se les formaba en Moscú o Leningrado y tarde o temprano volvían a sus territorios bien adiestrados y dispuestos a convertirse en su cúpula dirigente a través del Partido Comunista de su país.


La autora trata con gran sutileza estos asuntos y nos deja entrever su endiablada complejidad. Los rusos llevaron a estos países ciertos estándares de calidad en la educación y la sanidad, construyeron infraestructuras, bloques de viviendas, palacios de la ópera, bibliotecas y teatros. Levantaron ciudades donde hasta entonces solo había un páramo, pero, a su vez, utilizaron a sus habitantes sin tener en cuenta sus orígenes e historia. Eran gente a la que se podía deportar no solo por razones políticas, sino por las exigencias de los famosos planes quinquenales. De la misma forma, el territorio de estos países tenía la consideración de un patio trasero; si uno de ellos debía transformarse en productor, por ejemplo, de algodón, o en campo de pruebas para el armamento nuclear, se transformaba y punto. El desastre estaba asegurado. La producción extensiva de algodón en Kazajistán y Uzbequistán llevó a una catástrofe medioambiental sin precedentes: el desecamiento del mar de Aral. Y, tras más de cuatrocientas explosiones atómicas, la contaminación radioactiva de los alrededores de la ciudad de Semipalatink, al norte de Kazajistán, en cuya guarnición, un siglo atrás, sirvió un joven soldado ruso: Fiodor Dostoievski. Acabamos de cerrar un círculo.

Además de geografía, una de las cosas que se aprende con el libro de Erika Fatland es que, a pesar del sufijo -stan y de una historia común como repúblicas de la Unión Soviética, cada uno de estos países tiene su propia idiosincrasia, su propia lengua, sus propias costumbres, su propia historia y también, todo hay que decirlo, sus propios recursos económicos que marcan una diferencia fundamental entre ellos.


Tanto Turkmenistán como Kazajistán tienen enormes reservas de petróleo y gas, mientras que los tres países restantes, Kirguistán, Uzbequistán y Tayikistán, dependen económicamente de las remesas de dinero que envían sus nacionales emigrados a otros países, principalmente Rusia y Ucrania.


El negocio del petróleo y el gas ha dado lugar en Turkmenistán, y en su capital Asjabab, a una arquitectura basada en grandes bloques de mármol que revisten por doquier los megalómanos edificios. La fiebre por este material, el culto a la personalidad hacia su excéntrico presidente, cuya efigie está por todos lados, y las autovías de ocho carriles que conducen y provienen del desierto que rodea la metrópolis hizo que el relato de Fatland me resultara fascinante desde un primer momento. Sovietistán, a poco que te quede inocencia, se lee con la boca abierta.


Por último, decir que, en Sovietistán, Erika Fatland no se limita a contar lo que ha visto o vivido, va más allá, y cuando es necesario se adentra, como periodista y antropóloga social, en los recovecos económicos, sociales y políticos que nos ayudan a entender lo que estaba sucediendo en cada uno de esos países cuando los visitó. En sus crónicas hay sentido del humor y, ante todo, un verdadero deseo de encontrarse con otros seres humanos, de comprender sus realidades. En Sovietistán vemos como se entrevista con activistas por causas medioambientales o por los derechos humanos, y también con un grupo de mujeres, en Kirguistán, víctimas del rapto matrimonial; una práctica que consiste en secuestrar a una mujer para obligarla a casarse con su captor sobre la marcha en una ceremonia tan tradicional como exprés.

En nuestra tradición literaria, los libros de viajes son una rareza. Se escriben poco y no sé si se leen demasiado. En cualquier caso, ahora que el coronavirus ha acabado con los vuelos baratos y el turismo de masas, considero que libros como este nos abren una ventana al mundo invitándonos a su vez a reflexionar sobre qué es viajar y, sobre todo, para qué lo hacemos. ¿Te lo has preguntado alguna vez mientras subías a un avión de Ryanair donde te trataban como a ganado?

Aurora Delgado

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