Escuché a Pedro Mairal y a Xavi Ayén en un encuentro virtual organizado por Biblioteques de Barcelona y Libros del Asteroide. Así fue como tuve la oportunidad de acercarme a Salvatierra pocos días antes de empaparme de Salvatierra.
No quiero pensar que esa conversación me condicionara en lo que voy a comentar a continuación, aunque confieso que el deje argentino siempre tiene en mí un efecto positivo, que ejerce una fácil seducción en mis oídos. Solo diré que esta encantadora novela del bonaerense se levanta por sí sola como una lectura fácil, pero, a la vez, trascendente, alrededor del eterno tema de la relación con el padre, hasta qué punto es posible conocer a quien nos otorgó la vida, qué secretos permanecen ocultos en ese diálogo intergeneracional y otras preguntas que siempre quedarán abiertas. Especialmente cuando se nos hurta una parte de la historia (en este caso, un descomunal cuadro de 1961 que desencadena la búsqueda y el encuentro con el pasado, el descubrimiento del autor a través de su obra), y aún más cuando ese padre del libro, Salvatierra, era un hombre mudo dedicado toda su vida a la pintura[1] (ese será, pues, su único lenguaje, un lenguaje interpretable en exclusiva con la vista), a volcar en una bobina anual, en un lienzo ininterrumpido como un río a la manera del emakimono oriental (el narrador define así precisamente su ejecución, como «técnica de la continuidad»; qué mejor fórmula para representar el transcurrir de la vida), lo que pasa ante sus ojos (¿por eso él no aparece retratado en ninguna escena? Aunque resulta extraño leer-mirar un diario del que el autor-pintor está ausente), una autobiografía ilustrada sobre su existencia en el imaginario Barrancales cercano a Uruguay hasta convertirse algo así como en un mito. Un mito alimentado, entre otras cosas, por su silencio, por su apartamiento de los cauces habituales del arte y la cultura.
Por cierto, a partir de ese punto, de su rechazo a las exposiciones y la fama, hay algunas notas críticas sobre la crítica (y sobre la burocracia) que a mí me divierten especialmente. También otras interesantes sobre la propiedad y apropiación-interpretación de la obra una vez fallecido su autor. Y, por supuesto, sobre la relación entre el mundo y su representación, entre vida y arte, sobre el poder de ¿vampirización? que en ocasiones tiene la segunda sobre la primera.
La lectura, ya lo he anunciado, es sencilla y gratificante, visual y descriptiva (no puede ser de otra manera cuando una pintura centra el enigma), fluida como un río (como un cuadro-río), en ocasiones lírica, y a ratos no puedes evitar que asome una sonrisa (cuánto admiro el humor, esa dificultad literaria).
Construida con capítulos breves y guiados por un narrador emotivamente vinculado a la trama (se trata de Miguel, hijo menor del pintor), navegamos por una tierra fronteriza (por definición, creo, lugares peligrosos), limitada precisamente por ese río que, como un pentagrama (es obvio el sentido simbólico, literario, de esa corriente que fluye), se convierte en el eje alrededor del cual se construye el resto de la pintura. En ese espacio entrerriano se retratan unos personajes peculiares y unas formas de vida que oscilan entre la economía de subsistencia y la clandestinidad (el contrabando y la extorsión cobran un gran protagonismo en el desarrollo de la historia, que tiene también su parte de aventura y picaresca), en contraposición a las que Miguel y Luis traen aprendidas de Buenos Aires. Miguel, el hijo menor de Salvatierra, es el que se mueve (en bicicleta, en barca, en el peligro) para tratar de llenar los huecos de su desconocimiento, para entablar un diálogo definitivo con el padre muerto, para conocer la verdad, si es que esta existe y no es puro subjetivismo.
Desde luego, la contemplación de ese cuadro de sesenta años, de kilómetros de tela, le permite entender ciertas cosas, la concepción que el padre tenía de él mismo, de su hijo, por lo que se produce, al fin y al cabo, un enfrentamiento o un cruce de miradas, un intercambio de perspectivas, que no es sino la base del arte de la pintura y del arte en general. O al menos debería.
Me sabe mal destripar el final (quien lo desee puede parar de leer aquí), pero no me gustaría dejar de alabar su rotundidad, su redondez (y nunca mejor dicho), la de esos peces y ondas en el agua silenciosa (¿una imagen genesíaca?) que se juntan para conformar y completar la obra circular de Salvatierra, la obra infinita de Salvatierra (cuando, precisamente, con el hallazgo de esa tela que falta lo que pretendía Miguel era establecerle unos límites. Qué buena paradoja) que termina devorada por un incendio purificador que, para mí, ya se anunciara en el gesto de aquel pintor de veinte años quemando sus dibujos anteriores.
Pues ya está. Con las últimas palabras de la novela termino, con «ese cuadro que nos abrazaba a todos, como un espacio donde las criaturas podían moverse libremente, sin límites, porque no había borde, no había fin, porque vimos, después de un rato de estar con Gastón ahí sentados, que los peces y los círculos del agua pintados en lo que habíamos creído el borde final del último rollo del cuadro se ensamblaban perfectos con los círculos del agua y con los peces de lo que había sido el primer borde pintado por Salvatierra cuando tenía apenas veinte años».
Magnífico.
Elena Marqués
[1] Me encanta la forma en que llega a ella, la suerte de escapar del destino a través de un desgraciado accidente cuando «las patas del tordillo libraron a mi padre de ese mandato desafiante». De no mediar la desgracia, aquel médico curda nunca le habría regalado una caja de acuarelas inglesas. Y nunca más habría podido «hablar».
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