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  • Foto del escritorDr. Goodfellow

Saltar anuncio, de Carlos Torrero


Es inevitable. Cuando uno conoce a quien escribe, su biografía le asalta a cada paso, reconoce su voz de esas conversaciones delante de una cerveza (cerveza para la reseñista; el autor tiene otros hábitos) en las que el bar se transforma en ámbito literario, recuerda inquietudes compartidas. Guiña el ojo a lo que lee.


Pero no, no me voy a dejar llevar por la amistad ni me van a cegar cariños para hablar de Saltar anuncio, segundo libro de relatos del conquense Carlos Torrero, publicado de nuevo en la editorial mallorquina Sloper. Voy a contar lo que realmente he visto en él.


Y lo que he visto es a un autor solvente y maduro que da vueltas al acto de la escritura como espacio real y de refugio. Que ha conseguido una voz propia, «original y potente» (son adjetivos de Eloy Tizón en la contracubierta), cercana y, por ello, tan creíble. Que maneja el idioma con respetuosa naturalidad y deslumbra en sus imágenes, sencillas a la par que intensas. Que desviste el lenguaje de lo innecesario y muestra sus influjos y preferencias sin que estas invadan el texto. Que ha hecho una digestión provechosa de lecturas y vivencias para contarnos en qué consiste este oficio maldito en el que tanto miedo dan el triunfo como el fracaso. Y es que «escribir de verdad es, a menudo, casi incompatible con la vida». En eso, fíjate, estamos de acuerdo.


En 23 relatos unidos por ese hilo del buen hacer, y con muchos narradores y protagonistas abrasados por el deseo de narrar no importa qué, conocemos a alguien que conduce por una carretera infernalmente fría, blanca de nieve como una página en blanco, a la que se enfrenta como exacta imagen del bloqueo. Nos sumergimos en listados previos de todo lo que puede convertirse en relato (en «Para qué sirve una mano», por ejemplo); un mínimo esbozo-apunte que devendrá en negro y luminoso pozo de significados. Disfrutamos con asociaciones inesperadas e inteligentes. Asistimos a guiños a Salinger, homenajes a cuentistas de culto. Conocemos en dos o tres trazos lo que pellizca en el estómago de cada cual. O sea, lo que viene siendo su vida. (A la de los personajes me refiero, pero está claro que también.) Entendemos qué es para Torrero un cuento. Léase al respecto «Los oficios terrestres», uno de los más metaliterarios junto a «Pollo con garbanzos». Aunque esa «fiesta privada», la reflexión sobre la tarea de la escritura, o de su escritura, es una constante a lo largo del libro, junto a la intertextualidad y la autorreferencia. Ah, y terminamos sonriendo ante la brillantez de sus títulos, y ante el humor soterrado y la feliz caricatura de ciertos círculos (sí, sí, esos que se dedican a las cuestiones de la creatividad) en los que no siempre nos movemos como pez en el agua. Porque no, no es fácil «llegar a sobresalir en un bosque de hijos de puta donde todos quieren sobresalir». En eso, fíjate, también estamos de acuerdo.


Hay alguno de estos relatos que se sale de esa norma y nos trae anécdotas juveniles con el Mediterráneo de fondo («Salmonetes con cerezas»), o con escenarios ¿más lúdicos? («El humo ascendente de los rifles»), pequeños flashes del traído y llevado paraíso de la infancia; otro refugio vital y literario que en Torrero adquiere la frescura de la inmediatez y la impetuosidad y la nostalgia. Pero son muchos, ya digo, en los que brotan sucesos biográficos bien camuflados y al servicio de ese proyecto en el que Torrero lleva embarcado unos añitos y por el que transita con celo y prudencia. Al fin y al cabo, poco puede hacerse en esta capital del Sur, con sus costumbres inveteradas y su lejanía del mar y de los críticos trascendentales y trascendentes. De hecho, estoy segura de que, si el escritor viviera en un lugar menos inhóspito de la Península, otro gallo le cantaría. O si hubiera nacido en otra época, que también, no en esta en que hay más libros que melones. De haber actuado el destino con otra mano, ya habría recibido un mayor reconocimiento. Quizás hasta podría pronunciar su propio discurso no-irónico de aceptación de un Goya.


Mientras sí y mientras no, Torrero se dedica a su género preferido, donde traslada su visión poética con la intención de combatir la prosa de los días («Un buen cuento, tal como yo lo entiendo, debe estar más cerca del poema que de la novela»), donde da fe de la verdad de la Literatura sin perder el norte ni dejarse llevar por modas superfluas. Con todos los riesgos que eso supone. Como enfrentarse a «un pantano de silencio, un lodazal en el que el hombre moderno se encierra en sí mismo y busca aprehender el mundo a través de las palabras» y con otros ojos que ignoraba poseer. Esos ojos que no buscan el asombro sino en el sabor sencillo de una tortilla francesa o el paisaje reconocible de un autobús de línea. Esos que encaran los momentos capitales ante el precipicio o un bodegón simbólico de frutas podridas. Esos que hablan «de muchas cosas pero supongo que, especialmente, de soledad, derrota y fracaso». Que reflexionan sobre esa vida acomodada/derrotada y previsible tirada por el retrete. Que desean acariciar el milagro de ver dormir a un niño y se consagran a cantar lo inútil de la belleza.


Elena Marqués

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