Desde que leí El rasgo suplementario (Anantes, 2016), confieso que un poco apresuradamente para entrevistar a su autor, supe que Ignacio Arrabal era un personaje enganchado a la literatura. He dicho bien: un personaje. Porque todos lo somos. No solo cuando nos imaginamos manejados por el dios azar, al albur de la voluntad de otros, sino simplemente cuando devenimos conscientes del poco control que a veces tenemos sobre nuestras vidas. O, por qué no, cuando nos abandonamos al recuerdo, esa masa informe entre la nada que seremos y el invento que vamos haciendo de nosotros mismos.
La metaliteratura es un tema que me interesa, eso lo saben bien quienes me siguen, o me leen, o se cruzan conmigo en un bar que bien podría ser el Pent York; espacio donde se refugian, por arte de un misterioso Martín Soller, distintos personajes de novela, a cual más destripado, a cual menos triunfador. Un grupo de antihéroes que viven en un mundo cerrado a la espera de que alguien los ponga en movimiento con los ojos de la lectura, pues para eso fueron creados.
Pero me estoy yendo por las ramas, o no. Personajes de novela es, ante todo, un excelente ejercicio de estilo, una gozada de frases inteligentes y buena literatura, una historia ingeniosa que nos hace pensar muchas cosas y desear vivir muchas vidas. Concebir la ficción como nuestro lugar, el que nos espera más allá de los días grises de oficina como este en el que escribo estas líneas. Porque, como diría Martín Soller si nos viera enfrascados en la cotidianidad, «el hombre paga un precio muy elevado por mirar el mundo de forma equivocada». Y entonces «al día siguiente te despiertas y no tienes nada y, lo que es todavía peor: te das cuenta de que no has tenido nunca nada, que has ido apilando fantasías de humo que se ha llevado por delante el primer soplo de aire que ha pasado. La vida».
A mí, desde luego, la novela me ganó desde la primera página al decirse de ese cazador de tesoros que es Martín Soller, narrador nato que, como los antiguos trovadores, hechiza a su auditorio cada vez que lo invita a la invención, que «había en él algo memorable que iba más allá de su amabilidad, un aire melancólico, tal vez, de sensata tristeza —se me ocurre pensar ahora, mientras escribo—, como si de vez en cuando recordara la historia de una decepción».
Realmente todas las vidas que se cruzan, la de Anacleto, criado de la señora Langdon, la del camarero aterido por el juego, la de la eterna Julia esperando la reinvención del amor, son pura derrota, pura huida, lo que los presenta ante nuestros ojos como fieramente humanos. Y el Pent York, sacado también de las páginas inacabables de la literatura, se abre como un refugio de humo de tabaco, cócteles imposibles y palabras para acoger «la novela que cada uno de nosotros llevamos dentro». Un espacio encerrado en sí mismo (¿no aspira a eso la literatura?) que a veces se pregunta, como el hombre mirando las estrellas, qué habrá allá fuera.
Pero hay otro punto precioso sobre el que me gustaría hablar y que me ha recordado a una anécdota propia que cuento cada vez que echo los ojos atrás, y es la dificultad que a veces nos agarra a la hora de despedirnos de nuestras creaciones. Arrabal se pregunta algo parecido, sobre «el destino de sus personajes después de la narración». Porque en la historia de la literatura hay protagonistas que consiguen situarse a la altura de la realidad y conviven así con quienes los imaginaron. No me digáis que Alonso Quijano no es igual de cierto para vosotros que Miguel de Cervantes, que al viajar a Dublín no esperáis encontraros con Leopold Bloom y su riñón de cerdo metido en el bolsillo. Que al asomaros al Tajo no escucháis a Salicio y Nemoroso en su eterno diálogo. Porque «la literatura no se detiene cuando una obra se cierra». Porque la literatura es capaz de vencer al tiempo. Porque «es posible olvidar lo que uno ha vivido, pero […] jamás podrá caer en el olvido lo que nunca sucedió».
Confieso que transcribir esas últimas líneas me he emocionado un poco. No en vano una se dedica a lo mismo, a crear historias que jamás ocurrieron pero que, por el misterio de la palabra escrita, suceden cada día en cada acto de lectura hipotético.
En fin, es posible que los lectores poco acostumbrados a este tipo de obras se sientan desconcertados, perdidos, engañados por la nebulosa y la vaguedad en que la historia se envuelve («tengo un recuerdo preciso y minucioso de todo lo que ocurrió a continuación, a pesar de que me dio la impresión de que todo eso lo estaba viviendo otra persona que no era yo», dice el narrador en un momento dado). Esa es la atmósfera que el libro necesita, eso está claro. Pero, por si os sirve de consuelo, dejo como colofón esta frase que me viene a la cabeza muchas veces cuando me sumerjo en el género de la poesía: «porque yo sabía que no es necesario entenderlo todo, que basta a veces un rumor revuelto, un libro extraordinariamente incomprensible, para provocarnos un sobresalto».
No sé si sobresalto es la palabra que mejor define mi sensación al leer estas páginas. Es cierto que me he sentido concernida, aludida, interpelada. Y también maravillada por una prosa que en Arrabal siempre es exquisita, pero que, como es natural en los escritores que se toman en serio su trabajo, madura en una perfección formal no exenta de naturalidad que nos hacen emprender el viaje con agrado y volver con ganas de regresar al aeropuerto de Stuttgart y embarcarnos en una nueva aventura. Los lectores de Ignacio Arrabal, sentados en nuestro Pent York propio, ya lo estamos esperando.
Elena Marqués
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