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  • Foto del escritorDr. Goodfellow

Memoria de la nieve, de Julio Llamazares


Debo empezar con un aviso. Esto no es una reseña.

Y no lo es por la sencilla razón de que un texto que responda a tal calificativo exige un mínimo de objetividad (aunque todos sabemos que esta brilla por su ausencia en la mayoría de los casos y que cierto sector de la crítica española es más de recomendar al amigo y chuparse las respectivas), de capacidad de análisis y de algún que otro conocimiento literario-filológico-autoral.

Yo no poseo apenas esas cualidades, pero empecé a adorar a Julio Llamazares desde que leí La lluvia amarilla y El río del olvido allá por los años noventa y no permito que nadie le tosa.

Así que cuando vi que Nordicalibros, una editorial a la que resulta imposible ponerle un pero, porque sabe lo que hace y saca unos libros que son verdaderas joyas, reeditaba Memoria de la nieve, el segundo poemario del leonés tras La lentitud de los bueyes, con el que obtuvo el premio Jorge Guillén en su cuarta edición, no lo dudé ni un instante. Porque a la belleza del texto se une ahora el acompañamiento de las acuarelas de Adolfo Serra en esas tonalidades que nos envuelven para enfrentarnos a la mejor definición posible de la nostalgia, del tiempo detenido («Como si todo fuera igual. Como si no hubieran pasado tantos años», por poner un ejemplo, más muchos otros adjetivos y adverbios que remiten a esa cualidad de lo inmóvil y lo indestructible) que se remonta hasta cuándo para recuperar la memoria colectiva de su pueblo y del espacio que habita. Ambos elementos, pues, naturaleza y hombre, que aparece como guerrero, como bardo, como viajero, como cazador, se erigen en los protagonistas de esta gesta lírica enseñoreada por el frío y la soledad que se extiende como un lamento («como un toro de nieve que brama a las estrellas») en los últimos versos del último poema.

La naturaleza se dibuja en estas composiciones rodeada de montañas y de invierno, de nogales, brezos, brañas y grosellas, prácticamente la única nota de color, junto al rojo de arándanos, cerezas, vino y muchachas que simbolizan la sangre de la juventud y la primavera (efímeros por cuanto «tras los mimbres lánguidos del río, acecha un animal de nieve»), y se ve amenazada por el amarillo con que hace Llamazares referencia a la muerte (no sé si algo tiene que ver su posterior novela sobre el pueblo de Ainielle, pero ahí lo dejo).

Escritos en Madrid, en una distancia que más que física debía ser espiritual al moverse en un ámbito donde ni el silencio ni la quietud existen, los treinta poemas que componen Memoria de la nieve se ven precedidos por un texto de Estrabón en el que se realiza una pequeña descripción de los pobladores de la Iberia septentrional. La sobriedad, la rudeza, la sencillez de sus modos de vida; sus creencias, ritos, liturgias y crueles costumbres; la propia irracionalidad y los miedos de aquellos pobladores primitivos anuncian de alguna forma el tono y la desnudez de unos versos que ejemplifican bien «la belleza crecida de la desposesión» y que se hacen, por ello mismo, solemnes, no tanto por su longitud y su tendencia al versículo, sus repeticiones y paralelismos que «en humo y humildad se desvanecen», como por el ritmo que golpea con suavidad durante todo el trayecto como el bordón de una cítara sagrada. Es, en cualquier caso, al menos para mí, difícil de explicar, complicado poner un nombre a esa sonoridad que crea, a la vez, sensación de intimidad y cierto carácter épico. Aunque no esta es la única paradoja, el único contrasentido que guardan estos poemas.

Porque (y eso no lo digo yo, sino el propio autor) el título del libro no es sino una redundancia, pues la memoria, como la nieve, tiene los días contados, y escribir sobre ella (¿sobre qué «ella»?, cabría preguntarse) es un acto inútil pues al cabo lo escrito (lo recordado) se desvanece. En el camino hacia el norte, el camino hacia la memoria, «hacia el país de las leyendas olvidadas y los árboles de hielo», uno se siente «como un viajero gris perdido entre la niebla». Una niebla que jamás termina de disiparse y mejor así, pues, frente a la blanca memoria de la nieve, su negación «atraviesa la noche […] como una lluvia negra». Y aparece el olvido.

(«Pero la nieve ya ha sepultado todos los puentes.

Pero la nieve ya ha sepultado todos los puentes.»)

Así que, si escribimos un poema para encontrar respuesta a los misterios de la vida, si realizamos este trabajo de alfareros para tratar de modelar y fabular «el bramido del tiempo», ya sabemos lo que nos espera. Aun así, seguiremos trazando signos sobre el hielo. Habrá que continuar la blanca senda de la escritura. Al menos «para ahuyentar el frío».


Elena Marqués

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