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  • Foto del escritorDr. Goodfellow

Malasanta, de Antonio Tocornal


Tuve la fortuna de asistir a la primera presentación de Malasanta, que se celebró en la biblioteca Infanta Elena de Sevilla allá por abril de 2022. La novela de Antonio Tocornal acababa de recibir el Premio de Novela Felipe Trigo; un certamen que ha recaído en escritores como el extremeño Antonio Jiménez Casero (para nuestra desgracia, fallecido recientemente) o el tantas veces laureado Jesús Tíscar, y que siempre se ha considerado limpio y serio. Que en su XLI edición el galardón se le haya concedido al isleño afincado en Mallorca solo puede confirmarlo.


Por las palabras del autor en aquella ocasión sabía que me enfrentaba a una novela dura, neotremendista, si se quiere, en la que retrataba las alcantarillas de la sociedad, lo que nunca resulta agradable por mucho que la realidad se intente revestir con los afeites del arte. Quizás solo Murillo ha sabido salvar ese feo escollo de la miseria, pues hasta las pústulas de sus pobres nos resultan hermosas.


Y si nombro al pintor barroco es porque algo de ese espíritu manierista tiene, para mí, el estilo de Tocornal. Ignoro si en ello influyeron sus estudios de Bellas Artes en la ciudad del pintor de las Inmaculadas. Sin embargo, aquí la exuberancia del lenguaje se revuelve en pura sordidez y podredumbre, hasta el punto de que a veces tenemos que apartar la mirada (y taparnos las narices) porque lo explícito de las imágenes nos resulta demasiado perturbador.


Malasanta, con ese nombre que es de por sí puro oxímoron, narra la historia de una prostituta a través de seis momentos de su vida. Seis momentos que sirven al autor para presentarnos seis realidades terribles que existen, aunque tratemos de ignorarlas como si con eso fueran a desaparecer: la explotación sexual, la marginación de los discapacitados, el odio al diferente, el destierro de la vejez o la inseguridad en que se desenvuelven los sintecho. Marcada por la fatalidad, concibe la existencia como un lugar por el que pasar lo más desapercibida posible huyendo de su propio destino, lo que la conduce a ir cambiando de escenarios hasta la degradación total. Porque, como suele ocurrir cuando se parte de mimbres tan paupérrimos, es difícil remontar el vuelo.

Y, para contar todo este desastre vital y moral de la protagonista, que, como hiciera notar el autor en aquella presentación, no deja de ser siempre una eterna secundaria, al igual que todos esos desechos humanos que aquí se retratan, Tocornal emplea una prosa riquísima que se ensancha en oraciones extensas, entre incisos y coordinaciones y la figura retórica de la amplificatio clásica, no solo como recurso lingüístico, sino también temático, con esa plétora de pequeñas narraciones intercaladas (la historia del primer portador del ojo de cristal de Dámasa la Tuerta, por poner un ejemplo). Sin apenas concesiones al diálogo, escuchamos en todo momento la dura voz del narrador, capaz de contar con frialdad cómo la madre de Malasanta rompe aguas nada más apartarse de un cliente o cómo da el pecho a la recién nacida mientras sigue en sus faenas de burdel, o las múltiples formas de provocar un aborto. O cómo la protagonista jugaba de pequeña con los fetos de sus hermanos como si fueran gorriones de gelatina. Y, aunque otros críticos más sabios que yo perciben en todas estas escenas la caricia del humor en su versión más castiza e hispana del esperpento (contémplense, por ejemplo, a doña Baltasara del Santo Sepulcro Piernavieja Reguilón llenando de agua bendita una botella de Vichy Catalán, o las inclinaciones de gourmet de algún que otro usuario o el equipo portátil de cristianización con que se arma el sacerdote de La Ciénaga para bautizar a la protagonista), creo que es un humor tan negro que incluso debería dársele otro nombre.


Por cierto, ya que he referido el lugar de origen de Malasanta, no quiero dejar de lado la habilidad de Tocornal para bautizar a sus personajes con nombres que son apodos que son descripciones que son marcas que los atan a su desgracia. Nombres infinitos, como los de la nobleza, como si se erigieran en aristócratas de la escasez y la penuria.

¿Cómo soportar, pues, la lectura de tanta brutalidad? Pues porque, a pesar de la despiadada forma de narrar el día a día de los bajos fondos, como he ido anunciando, no abandona Tocornal su habitual actitud poética (qué ritmo binario, qué acertada adjetivación), la misma que percibí en mi lectura de Bajamares, que recibió el Premio de Novela Corta «Diputación de Córdoba» en 2018.


Reconozco mi debilidad para asistir a ciertas escenas. Soy de las que en el cine ve la mitad de las películas entre los dedos de las manos y evita, siempre que puede, lo gore y lo bélico. Por eso confirmo que disfruté más de su anterior novela (la que yo leí; sé que por medio he perdido Pájaros en un cielo de estaño, Premio València de Narrativa Alfons el Magnànim 2020), que también tenía su dureza, pero la iluminaba la luz inclemente de la isla donde se desarrollaba. E incluso la soledad, elegida, no se dejaba escuchar con tanta claridad como en el caso de Malasanta, quien, aunque siempre rodeada de gente, permanece en la incomunicación de la incultura y la pobreza. Por ello la hermosa cita de Alexandra Pizarnik que precede a la novela no puede ser más oportuna, pues anuncia «esta galería oscura, oscura» por la que vamos a deslizarnos hasta la última pequeña explosión de la que nadie es testigo. Solo nosotros, los lectores, asistimos a ella enmudecidos por el estruendo de la tragedia.


Elena Marqués

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