«La luz de la mañana caía sobre Londres, la gran ciudad de los solteros».
Con estas palabras arranca el libro de la británica Muriel Spark Los solteros (Madrid, Impedimenta, 2012); una novela coral, inteligente y mordaz, con un humor finísimo bajo el que se desliza una crítica sutil pero nada banal, cuyos protagonistas comparten esa ¿apacible? (y en ellos recalcitrante) condición de vida en soledad y se ven involucrados, más o menos tangencialmente, en un caso de falsificación y fraude que culminará en un desternillante juicio.
Original resulta, de hecho, la aparición del protagonista de dicho proceso en el primer capítulo, aún sin nombre, como si fuera un elemento del decorado, y adoptando una actitud sospechosa que inclina a pensar que nos encontraremos con un asunto turbio. Tras él irá desfilando todo un abanico variado de personajes, de profesiones muy distintas (enseñantes, periodistas, abogados, críticos de arte, camareras, grafólogos, detectives, policías, mujeres con vocación de monja...), que ofrecen, como el mismo colectivo espiritista que se reúne en la novela, «una muestra representativa de todos los estratos de la sociedad inglesa» de los años cincuenta, con su estrecha moral y sus rutinarias costumbres.
Con el mundo del ocultismo de fondo, y el catolicismo planeando como hándicap para determinados asuntos, esto es, con esos dos asideros del hombre para no experimentar la finitud y la muerte, conocemos, en los días previos a la citación ante la magistratura de Patrick Seton, la historia de ese médium oscuro, inquietante, aprovechado y sin escrúpulos que adopta la mentira como profesión (se nos da cuenta de sus antecedentes penales, su nada limpio pasado, aunque poco más, mientras él parece conocer la vida y milagros de todos los que lo rodean) y engaña económicamente a la incauta Freda Flower y a la no menos confiada Alice Dawes, embarazada y diabética (ese dato es importante para sus planes), con la promesa de un improbable divorcio. Asistimos con todo lujo de detalles a sesiones de la Espiral Interior y el Amplio Infinito para «unir los Dos Mundos» a través de sus mensajes desde el más allá, con todo el ridículo lenguaje que conlleva; a los intentos de manipulación de Marlene Cooper para lograr testimonios favorables a su protegido, acobardada finalmente ante las posibles consecuencias de persistir en apoyar lo indefendible; a las fiestas de la viuda Isobel Billows... Y, sobre todo, a innumerables conversaciones en torno al matrimonio y la soltería que no tienen desperdicio.
De manera ligera y divertida se va aventando toda una serie de actitudes humanas, comunes, pero no por ello menos depreciables, como la hipocresía, la ira, la envidia, la mentira, la maledicencia, el orgullo, la prepotencia, la imprudencia, el miedo, la venganza, la manipulación. La pura maldad. Intuimos la importancia de la información, que es, según parece, poder. De hecho, gracias a esa información, o a la presunción de que se posee, Patrick Seton mantiene a varios personajes bajo su control y su voluntad.
Resulta especialmente conmovedora o patética, según se mire, la figura de la influenciable Freda Flower, viuda engañada no solo por el acusado, sino por un falso sacerdote (Socket), un ilusorio clarividente (Garland), e incluso las muchachas que se alojan en su casa, cuya honestidad se pone en duda a pesar de resultarnos invisibles. Una víctima que, sin embargo, termina casi por aceptar la inocencia de su hábil engañador tanto en la sesión espiritista («no actúes en contra de tus hermanos», le recomienda Socket a través de su Guía) como en el juicio, esta vez influida también por las palabras del abogado.
A nosotros, sin embargo, no nos embaucan. El mismo lenguaje, ambiguo y, a la vez, acertado en lo que los afectados quieren o necesitan oír, rodeado por ciertos efectos escénicos, nos hace permanecer con una sonrisa atenta fuera del círculo, atisbando, como Marlene, desde la línea imperceptible de una cortina.
Mención aparte merecen, enlazados con la prosa elegante, ágil y llena de recursos, algunos de ellos ciertamente poéticos (por poner un ejemplo, fabuloso me resulta el significativo inciso «tomó de la mano a la señora Flower en señal de absolución por todas sus orondas limitaciones»), los elocuentes diálogos, auténticos como la vida, insertados en un contexto real y realista en el que los hablantes no dudan en mirar las patatas de su plato o cruzar comentarios en un mismo coloquio sin apenas escucharse; en los que se alternan conversaciones espontáneas con reflexiones más personales; y que van acordes con el estilo desenfadado y sencillo, pero con términos atinadísimos, para describirnos rasgos, actitudes y tics de sus protagonistas (la insistente forma de limpiar las gafas de Tim Raymond, el balanceo de los pendientes de Marlene...). Como esos «cambios de tono de Walter Prett» por los que conoceremos su carácter iracundo, o esa «mirada adormilada y rutinaria» de una chica en un café. O el dejo «esforzadamente persuasivo» que utiliza Patrick Seton para hablar con Alice. Todo ello los convierte en seres muy cercanos, de carne y hueso, completamente creíbles. Incluso a secundarios que «apenas» tienen trascendencia, como el doctor Lyte, incapaz de arriesgar su seguridad por la velada amenaza de un «accidente», los reconocemos como un componente más de nuestro entorno.
Llama la atención el elemento espacial, pues prácticamente todas las escenas se desarrollan en un lugar interior, a lo que, aparte del desarrollo de la trama, posiblemente contribuya el hecho de que Londres no goce de un clima especialmente benéfico. Los protagonistas se encuentran en cafés (dos de ellas, Alice y Elsie, trabajan en uno), en comisaría, en la sede de las sesiones espiritistas, en fiestas, en comidas y cenas en casa de alguien (resulta llamativa, incluso cómica, el ansia por ser invitados para ahorrarse unas libras), hasta que confluye buena parte de ellos en la sala donde se desarrolla el juicio, a la que concurren en dos bandos divididos y con papeles distintos: desde la acusación con sus pruebas hasta los testigos de última hora movidos, más que por el deseo de que aflore la verdad, por el burdo sentimiento del despecho.
En definitiva, nos encontramos ante una novela simpática, amena e inteligente que, bajo su aparente frivolidad, es mucho más de lo que parece, y con la que puede disfrutar un amplio espectro de lectores, lo que seguramente la convertirá, junto a otras obras de la autora, en un clásico de la literatura.
Elena Marqués
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