Titular un libro así, Los que tienen miedo, te asegura millones de lectores. Eso pensé. Porque en tal proposición podría comprenderse a toda la humanidad. Que nos lo digan este último año, esperando que un minúsculo virus afincara en nuestra sangre y colonizara nuestros pulmones. Sí. Todos tenemos miedo a algo, a alguien. Y quien diga lo contrario miente. O, simplemente, quien afirma no temer tiene miedo a quedar como un cobarde.
La historia que narra la escritora siria Dima Wannous no va de esa alarma que uno sufre cuando, por ejemplo, visiona una película de terror. Al lado del miedo sólido y angustioso que experimenta la protagonista de estas páginas, esas sensaciones fuertes pero fugaces de los filmes de género parecen un juego de niños. No se trata de un sobresalto pasajero, sino de algo que imprime carácter, que deja huellas físicas. Que acompaña con la misma oscuridad y misterio que la sombra que uno proyecta sobre el suelo.
Es lo más impresionante, valga la redundancia, de este libro, la forma de describirlo, el miedo como amenaza insoportable («La espera del miedo resulta más difícil que el propio miedo. Estar en prisión es más fácil que tener miedo»), y de describirse la protagonista. Porque más de uno sabrá de quién me he acordado al leer estas líneas: «yo que siempre me había reprochado y me había castigado por errores no cometidos. Me reprochaba todo lo malo que pasaba en el mundo, como si tuviera parte de responsabilidad». Un sentimiento de culpa a la que la protagonista llega a poner nombre: autoflagelación. Un sentimiento tan femenino, tan inmanente, tan difícil de borrar. Como si formara parte de nuestros genes.
Aquí la culpa viene definida por algo que incluso los poco entendidos en las culturas orientales comprendemos bien porque se aproxima bastante a sentimientos y vivencias muy mediterráneas: «el pecado de quien se había alejado de los orígenes y se sentía por encima de ellos. De nada valía intentar defenderme», continúa la voz narrativa, «porque el pecado era evidente y estaba probado y, sobre esa premisa, se relacionaban conmigo». No sé por qué me he imaginado a Vito Corleone con los dedos en un puño dando un discurso sobre la importancia de la famiglia.
La estructura está bien, acorde al ambiente pesadillesco que una mujer que toma antidepresivos percibe. Una historia real, la de Sulaima, que acude a la consulta del doctor Nassim por problemas psicológicos (esa autoestima…) y se enamora de Nassim, otro de sus pacientes. Una novela sin terminar, un «manuscrito-espejo» escrito por Nassim, con un trasunto de antiheroína que en todo se le parece. Saltos temporales, a las raíces familiares, a persecuciones y matanzas anteriores (la historia última de Siria como un cúmulo de fallas e inestabilidades). De ahí a la situación actual, con la desaparición-posible-muerte-de-su-hermano (lo segundo explicaría la serenidad de la madre). Todo ello para intentar dilucidar el origen del miedo.
No hay, pues, una narración lineal, ni siquiera una sola narración, sino dos voces que se alternan para trazar una línea poco clara entre la realidad y la ficción de la misma manera que se cruzan las fronteras entre Damasco y Beirut en unos territorios en lucha permanente. Un final interrumpido con brusquedad como la vida misma, que no tiene un plan definido y se detiene cuando quiere. Un encuentro entre la Sulaima real y la inventada abortado, cómo no, por el temor.
Son interesantes las pequeñas pinceladas sobre eso, sobre la escritura, sobre la creación. Así, Nassim dice: «Era como si la escritura le aportara satisfacción y reemplazara su vida». Y «la escritura es la experiencia de una vida con aquellos que no conocemos». También sobre la creación de personajes. Cómo nos inventamos al amado, lo dotamos de las cualidades que queremos ver en él («¿Quería decir que no había amado a Nassim tal y como era, sino como tal y como yo quería que fuera?»[1]). Y, por último, acerca de la dificultad de escribir con objetividad sobre el presente, sobre lo que nos afecta, que toma como pretexto para no ahondar en el tema de la revolución (léase página 185).
Porque, por supuesto, algo se dice sobre la situación del país, que en este caso se remonta a la masacre de Hama en 1982, causa del traslado de sus padres a Damasco y la renuncia o el abandono de todo lo anterior (o quizás la traición, según se mire), aunque siempre se desliza como fondo, como esa amenaza o ese clima o ese espacio hostil en el que se termina viviendo con cierta naturalidad[2], incluso con odio dentro de una misma familia por cuestiones raciales. Pero no hay profundización en bandos y razones ni en las causas. Será «Porque las causas, por lo general, no suelen ser claras». Además, lo que interesan son los motivos del dolor de Sulaima, que se hunden, como suele ocurrir, en una infancia truncada por la muerte del padre, la dificultad de su aceptación («No crecerás hasta que no digas que ha muerto»), las consecuencias del cuidado y la enfermedad («Volvimos a aprender a querernos, la una a la otra, después de haber estado tanto tiempo ocupadas queriéndole solo a él»), el desarraigo que percibe en su paso por distintas casas familiares, la sensación de vacío, que a ella, como el hambre, la reconforta por conocida.
Por otra parte, es un libro donde el cuerpo tiene una gran presencia, donde los gestos se describen de una manera gráfica, original y sensual («Le besé el cuello en esa pequeña superficie en que habitaba todo mi corazón»). Donde, entre el dolor, se extiende la poesía. Es un libro tremendamente humano en el que se descubre, en la pareja protagonista, a dos seres de carne y hueso que conmueven, con los que el lector se solidariza; un libro dirigido, pues, a todos los que sienten el poder tenaz del miedo pero, como a tener un tubo de carne fresca en el baño de invitados, aprenden a convivir con él.
Elena Marqués
[1] Lo mismo ocurre con la figura del padre, sobre el que dice: «Y mi padre no tenía la más mínima voluntad de mostrarse tal cual era, sino como mi madre quería que fuera. […] Sentí que me había privado de él antes de su desaparición, y que me había hecho perder muchos años durante los que me podría haber llenado de él. Y así, no habría querido a alguien surgido de mi imaginación, restituido por mi memoria». [2] Esta oración bien que lo corrobora: «La situación siria no era un asunto político del que se pudiera debatir, sino un hecho consumado instalado en el inconsciente». Como el miedo del título. O esto otro: «hicimos un gran esfuerzo por no hablar de política. Salvo que hablar de las caídas de la corriente eléctrica, la subida de los precios, los cañones de mortero, los puestos de control y el miedo se consideren cuestiones políticas. Para ellos, estas preocupaciones no tenían nada que ver con la política, sino con causas desconocidas, invisibles, como si se tratara de una conspiración».
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