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Los hombres que beben cerveza no son como yo, de Carlos Torrero

  • Foto del escritor: Dr. Goodfellow
    Dr. Goodfellow
  • 19 may 2022
  • 4 Min. de lectura

Es un clásico que los componentes de la consulta del Doctor Goodfellow le afeemos a Carlos Torrero su aversión por la cerveza. Cuando vemos cómo la sustituye por un sucedáneo rebajado con limón, se nos sube la presión arterial. A unos más que a otros. También es blanco de nuestra mordacidad por el hecho de ser el más joven, el más guapo, el más conquense, pero eso es pura envidia. La que nos asalta, o al menos hablo por mí, cuando le leo cosas como esos 42 poemas preludiados por algunas palabras de Juan Cobos Wilkins y publicados al otro lado del Atlántico.


Pasada la cuarentena, los hombres, y no digamos las mujeres, nos damos cuenta de que estamos más o menos nel mezzo del cammin di nostra vita. Así lo dice Torrero justo en el poema XXI, el que se sitúa en la mitad del trayecto de este Los hombres que beben cerveza no son como yo a modo de bisagra bien engrasada que, dependiendo de hacia dónde gire, mira hacia el pasado o hacia el futuro. «Me abismo sabiendo que me hallo en mitad del camino», dice. Aunque el prologuista insista en que los poetas no tienen edad.


Sea eso cierto o no, contando con que quien escribe contribuye con su hacer a revestirse de inmortalidad, los 42 tacos que está a punto de cumplir el poeta Torrero a la hora de diseñar este poemario, de abrir un camino diferente a lo trazado por él mismo hasta hoy, es un buen momento para la reflexión, para percibir los cambios. Personales y literarios. Y para reafirmarse en una poesía que es cada vez más suya, y más clara, y directa, y concisa, y sencilla, por no decir que se nos muestra en el puritito esqueleto. Una poesía en la que nada sobra, que adopta un tono coloquial, en absoluto solemne, que se diría joven, aunque no dirigida a ese público concreto que lee a Cabaliere, a Marwan o a Elvira Sastre. Es más bien una fórmula desenfadadamente fresca, pero con doble o triple fondo, que siempre encierra algo más, como las matrioshkas rusas y los hombres en general (léanse poemas XXXV y XXXVI), y que no pretende mustiarse fuera del refrigerador, sino mantenerse con el resto de imperecederos a base de símbolos y metáforas originales y otras de toda la vida, de imágenes potentes que nos sirven como espejo en el que, por qué no, mirarnos.


Porque, aunque posiblemente este libro sea el más personal escrito hasta ahora por el autor de Lejos del champagne o El mudo de Fisher Town, y habla abiertamente de su familia, de su padre, de su mujer, de su hija, de las fiestas de cumpleaños de su infancia, de su amor por las letras y la literatura (así rezará su, esperemos, muy lejano epitafio: «un hombre de palabra») y de su poética propia, que cambia los quietos violines afinados por el grito en movimiento y renuncia a los juegos de pirotecnia verbal, todos nos sentimos concernidos por la zozobra de los días que pasan. Sobre todo si nos lo definen tal que así: «¿Y qué es el tiempo sino una bengala / encendida en las manos de un ciego?». Como para no angustiarse ante ese abismo. Y quien diga que no miente.


Porque el darnos cuenta de que somos puro tránsito, de que somos «fugaces pasajeros / siempre de la cuna a la tumba. Y ya», es un trago. Por eso…

«En unos días cumpliré cuarenta y dos», itera como un mantra (así se inician 19 de los 42 fragmentos, que son, en realidad, un solo poema río), como repite distintos tópicos literarios eternos (tempus fugit en el poema II; ubi sunt en el XIV, con sus interrogantes manriqueños incluidos; peregrinatio vitae en el XXVI; y no digamos la reflexión a lo Parménides sobre la repetición de los ciclos en más de uno), como se define en su deseo de podar lo superfluo (léanse poemas XXIII y XXX), como lanza cuestiones incontestables porque la vida es un misterio y la poesía otro misterio más que, como el amor, está en todas partes, en una piscina abandonada, especialmente ahí más que en cualquier poema muerto. Y, además, no sirve para nada, la poesía, sino para hacernos más preguntas y quizás deprimirnos un poco porque, como a Torrero, a estas alturas de la vida apenas nos asoman del bolsillo dos o tres certezas. Ni siquiera, como a él, el hocico de un hacha india.


Por eso, al entrar en el tiempo de descuento, esa segunda parte del libro que nos enfrenta al futuro, a lo que queda por recorrer, se vuelve algo más cruda por consciente. En ella sentimos con mayor fuerza la soledad y/o la sordera de la vida, como al lanzar esas interrogantes de los poemas XXIV y XVII que caen en saco roto. O al preguntarse, como si aún anduviera el poeta pergeñando conatos de noticias en la Facultad de Comunicación, para qué, por qué y para quién escribe. Para qué emprende esta aventura con el vértigo que conlleva adentrarse en lo desconocido, subirse «a los trenes cuyo destino ignoro» (ya lo dijo Baudelaire: «Los verdaderos viajeros son aquellos que parten por partir, que van hasta el fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo»), y de qué manera puede permanecer al margen de la escena, ajeno a «la espectacuralización del yo», pero con el oído pegado y atento a lo que sucede y nos sucede, a la verde pureza de los cactus, etcétera, etcétera.


Yo hace tiempo que cumplí los 42. Los supero con creces. Me gusta moderadamente la cerveza. Mis hijas han pasado de la ternura barroca al minimalismo en sus manifestaciones de afecto. En mis fotos de cumpleaños no pican como escorpiones los jerséis porque celebro en abril mi venida al mundo. Pero, aunque pertenezca a una generación distinta a la del poeta Carlos Torrero, navego en el mismo ferry y disfruto cuanto puedo de la vida y de la literatura. Y este libro que nos acaba de regalar nuestro bebedor preferido de Radler lo es. Vida y literatura. ¿Alguien da más?


Elena Marqués

 
 
 

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