Empezaba a leer La luz difícil a la caída de la tarde, justo cuando el cielo ardía tras la silueta perfecta de los montes Obarenes en tonalidades rojizas que iban variando por momentos. Y terminaba su lectura al día siguiente, más o menos a la misma hora, el cielo enrojecido de nuevo, pero no como el de ayer, pensaba, y, lo sabía, no como dentro de un instante.
Cada crepúsculo siempre diferente, único en cada soplo de tiempo.
Cómo atrapar entonces una luz única, un instante que no se va a repetir. Ni la mejor de las fotografías podría revelar en todo caso esos colores con exactitud y el eventual propósito de trasladarlos a un lienzo...
La luz difícil que persigue el David pintor, protagonista de esta preciosa novela, pretende algo más allá de un color en un momento determinado. Quiere reflejar con un toque de brocha la impresión de profundidad del agua verdosa que permanece en un fotograma de su retina; más que mostrar, en realidad, quiere transmitir una sensación de abismo y muerte sobre el lienzo.
Difícil de verdad.
Esa búsqueda se convierte en obsesión; una distracción de la realidad en la que la muerte para David padre es de verdad: cercana, inminente y espantosamente dolorosa.
David cuenta, por fin, desde sus casi ochenta años, con la vista disminuida y la sólida ausencia de su esposa, aquella primera noche de espera, cuando Jacobo, su hijo inválido, viaja hacia la muerte asistida, acompañado por uno de sus hermanos. El resto de la familia espera en casa a que llegue ese momento... si es que no se arrepiente; una esperanza pequeña, débil pero atenta a las horas que pasan lentas. En el fondo, todos saben que no puede (quizá no debe) echarse atrás en esa tremenda decisión.
Y es que hay formas de vivir que son intolerables.
La noche transcurre entre sueños interrumpidos, conversaciones pausadas y visitas de amigos; entre comidas frugales, tés, nervios y silencios. Sin embargo, el momento tarda en llegar y pasa un día, y llega otra larga noche, y sigue esa espera con la derrota anunciada hacia la infinita tristeza y la reconocida necesidad de alivio.
Acompañamos a Jacobo en su viaje, al padre en su dolor y en el presente de su vejez; en su manejo de las palabras que a veces pueden llegar a nombrar lo innombrable, «tocar el infinito, la luz esquiva, la luz difícil», pero sólo a veces.
David se sabe viejo, y envejecido; viudo, solo y casi ciego; la vida es corta, pero larga según se mida: en años, en días y noches, en relojes y en palabras. Ahora tiene palabras que escribe en letra gigante y tinta morada, tiene memoria y tiene a Ángela, que le atiende, se preocupa por él y escribe sus dictados con una ortografía imposible pero hermosa.
David «tiende a divertirse» (maravilloso) a pesar del cansancio y las ausencias y su ceguera.
Porque aun resiste la alegría. Y el humor.
Hay un humor frágil y tierno que salpica el tiempo de David, aquel tiempo de dolor y este de última espera. Porque el humor siempre es posible, en cualquier circunstancia; posible y necesario; reparador y aceptable. Y la alegría que «siempre aflora» a pesar de la pena extrema, de la aflicción sin la que, por otra parte, dice, «el mundo estaría incompleto».
Es difícil explicar por qué esta novela es tan maravillosa; como dice el protagonista, a veces las palabras son toscas y no alcanzan...
Es maravillosa en el dolor y en la tristeza; en la lentitud, en las palabras y en los silencios; en una rara vitalidad y alegría a pesar de la tragedia; en su increíble luminosidad; en la naturalidad y absoluta belleza de su sencillez.
El escritor colombiano Tomás González, hasta ahora desconocido en nuestro país, llega con esta hermosísima y deslumbrante novela. Nos deja, sin duda, con ganas de más.
Olivia Lahoya Cuende
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