EL PLANETA DE LOS POETAS
Ando estos días liada con un prólogo a la traducción de una serie de escritos sobre arte de Max Liebermann (1847-1935), un interesante pintor alemán. Por eso me ha parecido oportuno iniciar esta rápida reflexión citándolo. Su empeño mayor era dilucidar qué es lo que distingue lo que es arte de lo que no es digno de considerarse como tal. Sus elucubraciones siempre ponen en el centro algo que hoy por hoy sería tachado de anticuado y esencialista: el artista dotado de genio. Lo que en el ámbito de la literatura, que es en lo que vengo a centrarme aquí, equivaldría en gran medida al duende que Lorca describe en un texto delicioso. Para lo que concierne a ese ámbito, desde que la figura del autor fuera lo más relevante al abordar el valor de una obra, en el campo de la crítica literaria se han producido varias defunciones. Murió primero el autor. No sabemos qué hizo su duende tras el sepelio. Una de las actas de defunción más interesantes que he leído ha sido La muerte del autor de Roland Barthes, que abrió sin duda la posibilidad de mirar la literatura de otra manera. En mí lo hizo. Hace tiempo, eso sí. Los escritores son criaturas de lenguaje, pensaba el crítico francés. Pero la actividad de la guadaña no paró ahí. El texto como fuente de sentido único a descifrar acabaría también muriendo. Y el lector (el público) pasó a ser de ese modo el foco preeminente, elevándose al rango de cocreador de la obra literaria según, entre otras, las teorías de la recepción. Sin duda todas estas discusiones que tenían lugar en los sesudos limbos académicos han tenido repercusión en el ámbito de la realidad. O, quizá, eran producto de los cambios que en ella se operaban. Eso es un terreno complejo en el que no voy a entrar aquí. Está claro, de cualquier modo, que durante estos años, y pese al índice de mortalidad tan alto en los ámbitos teóricos, ha seguido habiendo escritores que han pretendido que su arte sea reconocido y, en algunos casos, hasta han soñado con vivir de él. Y ha habido lectores que han leído indiferentes a las apreciaciones teóricas y críticas. Y lectores expertos en determinar la calidad de la obra: los críticos.
En 1952 apareció un poemario en Alemania con el título Ich schreibe mein Herz in den Staub der Strassen (Escribo mi corazón en el polvo de las calles), firmado por George Forestier, un exótico autor que había combatido en Indochina. La crítica lo celebró de modo clamoroso. Por fin se había publicado algo rompedor. Incluso poetas de la talla de Gottfried Benn no ahorraron elogios ante lo que se consideraba una publicación sensacional. Tres años más tarde salió a la luz la verdad: el tal Forestier nunca había existido. Se trataba de composiciones del lector de la editorial Diederich, Karl Emerich Krämer, quien, con muy buen tino, había visto la posibilidad de llenar un vacío de mercado. Los poemas en cuestión son infumables. Ese tipo de fraudes no son exclusivos del arte de la palabra. Un caso famoso fue el de una exitosa exposición en Gottemburgo, unos años más tarde, en 1964. En ella descollaron cuatro cuadros de Pierre Brassau, un pintor de la vanguardia francesa hasta entonces desconocido. Su técnica innovadora, el efecto de sus trazos, “espontáneos, frescos, potentes, furiosos”, fueron aclamados, admirados y celebrados con entusiasmo por críticos y público. En realidad, todo era mentira. El periodista Ake Dacke Axelsson se había permitido una gran broma con la que poner a prueba la capacidad de distinguir una buena obra de otra mala por parte de los expertos en arte. Se trataba de composiciones ejecutadas por un chimpancé, Peter de nombre, del zoo, que, por cierto, había demostrado cierta debilidad por el uso del color cobalto. Son muchas las conclusiones que se podrían sacar de aquí. Quizá minusvaloramos la genialidad y la capacidad artística de nuestros hermanos simios, no sé. Lo cierto es que uno de sus más apasionados defensores, Rold Anderberg, siguió aferrado a su tesis inicial, aunque su mirada crítica nunca volvió a ser tomada en serio. Aun así, los cuadros se venden hoy por 650 dólares.
Está claro que no es difícil fabricar de antemano un producto artístico y estar seguros de que, además, se va a contar con el encomio entusiasta de sesudos críticos que van a reforzar su valor y asegurar el éxito del producto. Las editoriales operan constantemente de ese modo. Tienen que asegurar su supervivencia.
Todo esto viene a que ayer, de modo automático, me sumé a la indignación y a la burla por la concesión de un premio a un hacedor de frases de autoayuda. Bien es verdad que, como he tardado unos días en redactar esta entrada, la cosa ha dejado de ser trending topic en mi cabeza y su importancia se ha diluido, por lo que escribo esto sin demasiado ardor, todo sea dicho. Creo que era mi amiga Elena la que decía que había leído cosas mejores que salían en las galletitas o en los sobres de azúcar. La concesión de ese premio obedece a una tendencia actual. En los últimos tiempos se ha creado un nicho editorial importante que da cobijo a poetas jóvenes de, dicen, fresca, ligera y, en opinión de muchos, prosaica factura. Y que posibilita suculentos dividendos a las editoriales. Puede que su existencia cubra también una necesidad social; al fin y al cabo,las novelas de Estefanía o de Corin Tellado han tenido unos índices de lectura en absoluto despreciables.
Personalmente la poesía del premiado me parece infumable. Pero no se puede negar que él tiene muchos followers, que le llenan de megusta las ardientes redes y retuitean sus textos con entusiasmo exponencial. Tiene de antemano asegurado un nutrido grupo de lectores. Y eso, ahora, lo queramos o no, es un valor. Y, sobre todo, asegura la inversión de la editorial. Se podría intentar hacer un estudio más riguroso, de tipo sicológico o sociológico, sobre las razones de su éxito. Ciertamente su manera de juntar palabras termina generando productos fácilmente digeribles y de una aparente profundidad que no exige demasiados quebraderos de cabeza. Entretiene. Dice cosas bonitas. Con lo feas que están las cosas y el poco tiempo que tenemos, estamos necesitados de consuelo rápido. Además, nadie ha conseguido dar aún la última palabra sobre lo que es poesía. La editorial que concede el premio es una entidad privada y emplea su dinero en y con quien considera oportuno. Por mal que le parezca a mi triste entendimiento ya desalentado y viejuno, a nivel ético son, desde mi punto de vista, mucho más cuestionables todos los chanchullos que se hacen, en el ámbito de la concesión de premios también, con el dinero público. Y muchos de esos hilos están movidos por poetas con el sillón asegurado e incuestionado en el olimpo de los vates. A todos nos vienen a la cabeza ejemplos. No creo además que se trate de un fenómeno nuevo (lo que no justifica ni su existencia ni la deseabilidad). Lo que quizá hoy diferencia a nuestros tiempos de los de las anécdotas de arriba es cómo ha cambiado el modo de hacer publicidad. Quizá lo único que ayer estábamos haciendo tan indignados, compartiendo esos productos premiados como poéticos, era sumarnos a la campaña de marketing.
Miriam Palma Ceballos
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