El verano, dice la gente que no lee, es perfecto para leer. Y está bien, es una estación que, en efecto, invita a realizar actividades que no suelen llevarse a cabo durante el resto del año por falta de tiempo, condiciones, motivación o voluntad. Así, durante el verano, uno puede nadar en el mar hasta cansarse, robar algunos higos, subir por fin el Cervino, reencontrarse con amigos y familiares en casas de piedra, incluso reencontrarse consigo mismo, si es que se ha extraviado demasiado durante el curso escolar o laboral. Especialmente, es perfecto, si se está de vacaciones.
El verano, dice la gente que lee, es perfecto para leer. Y está bien, pues, en efecto, a la gente que nos gusta leer pensamos que cualquier momento es, en realidad, perfecto para coger un libro y disfrutar de la lectura como fuente de placer porque, por encima de todas las cosas, lo percibimos así: como una fuente de placer. Y es verdad que, en vacaciones, un/a gran lector/a suele aprovechar para releer grandes libros que le marcaron en el pasado o aprovecha para abordar algunas lagunas confesables o inconfesables o simplemente le apetece ponerse con la última novedad, que ya va camino de ser la penúltima.
El lector, del escritor alemán Bernhard Schlink, es una laguna de esas confesables que se me quedaron atrás y este verano he podido disfrutar, como en su momento disfruté, aun con reservas, de su adaptación cinematográfica (The Reader, 2008, dirigida por Stephen Daldry y protagonizada por una enorme Kate Winslet, David Kross y Ralph Fiennes, principalmente).
La traigo aquí porque me parece una novela formalmente muy bien escrita, sin excentricidades, que pone de relieve el erotismo que puede despertar la lectura y la importancia de la palabra escrita, en última instancia, en la vida del ser humano. Por no mencionar la reflexión profunda que plantea en torno a la lucha por aceptar el pasado y qué sucede cuando amas a alguien que ha hecho algo terrible (la historia se inserta en la Alemania posterior a la Segunda Guerra Mundial). Una novela que está dividida equilibradamente en tres partes:
En la primera, su protagonista, Michael Berg, un muchacho enfermizo de quince años, narra su idilio con una mujer bastante mayor que él, Hanna Schmitz, revisora de tranvía. Días fascinantes, por resumir, de “Lectura, ducha, amor y luego holgazanear un poco en la cama”, pues, en efecto, la mujer le obliga, como ritual, a leerle en voz alta fragmentos de Schiller, Goethe, Tolstói, Dickens, etc. antes de entrar en lecciones de carne.
En la segunda, tras una elipsis temporal de ocho años en los que Berg no ha sabido nada de ella, y ya como estudiante de Derecho, la descubre como acusada de crímenes contra la Humanidad en un juicio contra los nazis. Esta parte está dedicada en exclusiva al desarrollo del juicio.
Y en la tercera, tras otro salto temporal, se produce el desenlace. Una parte en la que cobra peso un peculiar intercambio epistolar en el que la lectura vuelve a cobrar un protagonismo bello y melancólico, sin duda poético.
Un libro, como cualquier amante, ocupa siempre un lugar en nuestro corazón. Un lugar que también –no nos engañemos- ocupa dependiendo del amante que le ha precedido. Y es por eso que, por contraste o comparación, acaba por posicionarse más arriba o más abajo en la lista vertical de la emoción. En este caso, la novela que leí inmediatamente antes que esta fue Casa de verano con piscina, de Herman Koch, y me pareció –tras un inicio prometedor del narrador que es médico de cabecera- una soberana sombra fallida, herida de clichés, convenciones de género baratas y demás ciruelas que atacan el vientre. Eso es, quizás, algo que ha podido ayudar a que disfrutara más con este relato, ciertamente más acertado en la exploración de la seducción y el peso de la culpa. Una novela en cuya primera página el lector ya se encuentra con un muchacho, un balcón, el cielo, un mirlo y un vómito napoleónico. Créanme. No la dejen escapar.
Por Carlos Torrero
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