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  • Foto del escritorDr. Goodfellow

Domingo, de Natalia Ginzburg

Actualizado: 7 jul 2021


Treinta años después de su muerte, Natalia Ginzburg aún sigue despertando pasiones entre sus lectores. Sobre todo cuando se les ofrece en Domingo. Relatos, crónicas y recuerdos la posibilidad de degustar en español siete narraciones inéditas y otras tantas crónicas que, aunque ahora puedan resultar algo desfasadas (la realidad que recrea sobre las condiciones laborales en la fábrica Alluminium o en los altos hornos ya está lejos de la Italia actual), no pierden atractivo, tanto por la sensibilidad y humanidad que se manifiesta en ellas (léase «Mujeres del sur» o «Los inválidos») como por el interés histórico y la excelente factura literaria.

Gusta, además, volver de vez en cuando a fórmulas narrativas clásicas, y, por ello mismo, eternas, la mayoría de las cuales parte de sencillísimas anécdotas («Días de aventuras», «Viajes en carro») que pueden exprimirse para obtener de cada hilo una buena madeja que deshilvanar. En los relatos de este libro, por ejemplo, que se centran en buena parte en el tema de la infancia, nos sorprende la pequeña aventura incestuosa de «Septiembre», adornada por un ambiente de nostalgia que tan bien reconocemos en los días que despiden el verano y en los momentos que significan el fin de algo bello y peligroso. Todo impecablemente descrito en espacios que empiezan a cubrirse, como los recuerdos, de sábanas blancas que los mantengan al resguardo de las lastimaduras del tiempo mientras un aguacero deslava los jardines. Le siguen como complemento la pequeña aventura del viaje de Sandra en «Regreso», que despierta ternura por la soledad de la cría en su propia familia y el breve oasis vivido en una casa azul que «ni la lluvia la podía decolorar», así como «El mariscal», donde la fantasía de los juegos como espacio propio (hay de nuevo una patente indiferencia de los adultos del relato por los niños que en él aparecen) deja uno de los pocos elementos de exquisita e ingenua irrealidad en un libro demasiado apegado a lo real e incluso a lo histórico, que se abre paso en «El paso de los alemanes por Erra». Por cierto, también en este caso nos encontramos ante un fin de ciclo (otro cierre de una etapa, el que marca el desamor, centra precisamente el relato que da título al libro), ante el término de una guerra, con expresiva descripción del desconcierto que ocasiona, las huidas, las reacciones, tan humanas, de cada cual; y el retrato de los habitantes de ese pueblucho que ni aparece en los mapas, testigos de excepción de un momento crucial que se desvanece con los ecos de los últimos disparos alemanes resonando en los campos de alrededor. Esos son los acordes que acompañan la caída del telón de esta primera parte del libro.

Entonces es cuando, a modo de bisagra, un triste poema dedicado al marido muerto da paso al apartado de crónicas, escritas todas en primera persona (los relatos, salvo a uno, son contados por un tradicional narrador omnisciente), algunas como pequeños reportajes periodísticos, otras como auténticos diarios autobiográficos («Durante tres años viví en un pueblo del sur de Italia», empieza la primera de ellas), todas con su prosa fluida y cuidada, detallista, plástica, nada artificiosa. Y con una atención especial a la variada sociedad italiana de su tiempo, desde la rústica y ociosa burguesía rural, compuesta por los poderes civiles, eclesiásticos y las fuerzas del orden (¿a qué nos recuerda?), dedicada a la mutua delación por puro aburrimiento y a ejercer su estrecho poder sobre los pueblerinos (insisto: ¿a qué nos recuerda?), hasta los «Campesinos» de la segunda crónica, bien conocidos por los Ginzburg durante su obligado destierro a un pueblo de los Abruzzos, y que define como seres que «no tienen conciencia política, ni siquiera tienen conciencia moral», a los que «Palabras como igualdad, justicia social, derechos del hombre les sonarían raro», lo que me ha recordado a la situación que narraba la película Lazzaro feliz (2018) de la cineasta italiana Alice Rohrwacher y algunas historias más cercanas que conocemos por Delibes.[1]

No faltan entre estos textos algunos absolutamente personales, autobiográficos, como «Verano», en el que Natalia Ginzburg cuenta un tiempo lejos de sus hijos y su depresión y sus deseos de suicidio. Un texto demoledor que nos ayuda a conocerla, junto a «Infancia», en el que precisamente resume en una frase aquello que nos presenta en el relato «El mariscal», esa distancia insalvable entre los niños y el mundo de los adultos que tanto le interesa («No podía preguntar nada a ninguno de los adultos que me rodeaban porque todos los días los oía reírse de cosas que para mí eran sagradas»), y «El miedo», tremenda meditación sobre un sentimiento tan humano y angustioso que se nos hace aún más tremenda porque la sabemos real, vivida en sus propias carnes, y que nos deja reflexiones como esta:

En el corazón albergamos un dolor, un recuerdo desgarrador de ese tiempo en el que estábamos tan estrechamente abrazados a la vida, en el que temíamos perderla, pero ese tiempo nos parece ahora lejanísimo, nos hemos quedado pasmados, agotados, apagados, despojados de todo excepto del dolor, y por eso el tiempo del miedo nos parece un tiempo privilegiado, feliz, el miedo era hermoso, latía, bullía y rugía en nuestra sangre, en nuestro cuerpo ahora afligido, gélido y vagabundo, acurrucado contra un muro e inapetente.[2]

Y, como un remanso en esa nostalgia y esa tristeza o esa desilusión no siempre contenidas que atraviesan el libro, se levanta «La casa», texto en el que, con un humor ligero, relata sus intentos de encontrar una nueva residencia en Roma, y en el que, de un modo u otro, todos nos reconocemos (quién no ha buscado alguna vez un refugio donde vivir). Y, además, oh, maravilla, en el que parece adelantarse a los chistes que tanto corren hoy en día sobre el pariente opinador y/o sabelotodo. No me digáis que no:

En cuanto a nuestro cuñado, se plantaba habitualmente en la entrada y observaba atentamente las paredes, alto y serio, golpeándose rítmicamente el pecho con los dedos de una mano por debajo de la chaqueta y balanceándose sobre los talones. Siempre tuvo una opinión negativa de las casas y, sobre todo, de la mera idea de comprar una, en todas encontraba algún defecto, siempre distinto y alarmante, o aseguraba que sabía de buena tinta que la empresa no era seria o que justo enfrente iban a construir un rascacielos que nos taparía las vistas, o sabía que toda esa zona no iba a tardar en demolerse tras expropiar a los propietarios, que se verían obligados a marcharse a otra parte; no había casa que no le pareciera oscura, húmeda mal construida o maloliente, y sostenía que las únicas casas que debíamos considerar eran las que se habían construido hacía veinte años, ni antes ni después, y ésas eran exactamente las que no nos gustaban.

En fin, me callo porque va a terminar siendo la reseña más larga que el libro. Me doy cuenta de que he citado por encima de mis posibilidades, reproducido algún que otro párrafo extenso; pero creo que nada mejor que las palabras propias de la palermitana para que conozcamos su fabulosa capacidad de observación, su conocimiento de la realidad y del ser humano, su compromiso político y con los más desfavorecidos y su personalísima manera de explicarse y explicarnos.


Elena Marqués

[1] No me resisto a reproducir el último párrafo de esa crónica: «Desconocen el bienestar y por eso no lo desean. No sé si el fascismo es el responsable de eso. Ellos están al margen de todas las vicisitudes políticas, existen fuera de la sociedad y del Estado. Las vicisitudes políticas les parecen extraños pasatiempos de personas que carecen de ocupaciones más serias y, en su naturaleza dócil y bondadosa, les hacen sonreír». [2] No sé si es que el tema me persigue, pero precisamente hace poco apareció una reseña mía sobre Los que tienen miedo, de Dima Wannous, que me ha recordado en algún punto a esta misma reflexión sobre la seguridad que, en ocasiones, otorga la prisión del miedo.







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