Desgracia es la octava novela del escritor sudafricano J. M. Coetzee, uno de los novelistas vivos cuyo trabajo más me interesa. La obra fue galardonada en 1999 con el prestigioso Premio Booker, que ya obtuvo también por Vida y época de Michael K en 1983.
Coetzee ganó el Premio Nobel de Literatura en 2003 por, entre otras cosas, «su brillantez a la hora de analizar la sociedad sudafricana», y el jurado tenía razón. Pero está claro que su talento va más allá. Pocos como él diseccionan, con tal sabiduría, inteligencia y, al mismo tiempo, sutileza, las miserias y anhelos del ser humano. Es duro y tierno. Incómodo y elegante. Y es que Coetzee es capaz de tratar los temas morales, políticos y sociales más delicados: la prostitución, el deseo, el maltrato animal, el acoso, la soledad, el envejecimiento, la muerte, el abuso, la violación, el aborto, etcétera, sin salir trasquilado; al revés. Me parece uno de sus puntos más fuertes como autor; esto es, el de saber presentar los hechos ficticios de forma tan ambigua y misteriosa que arrastra, necesariamente, al lector a reflexionar sobre ellos. Sacar sus propias conclusiones, digo. Y, de este modo, uno nunca sale indemne.
¿Y cómo lo consigue? Pues a mi parecer con un estilo impecable y equilibrado, entre erudito y accesible. Un ejemplo de narración contada en tercera persona del singular pero que muestra con astucia la caída en picado de su protagonista, digamos, desde su propio punto de vista. Una desgracia que le sobreviene, quién sabe si como castigo por sus hechos. Y todo ello enmarcado en un escenario de violencia latente donde parece que cada uno elige las leyes que quiere obedecer. La sinopsis es sólo la punta del iceberg:
La vida del profesor David Lurie (52 años) se viene abajo después de un impulsivo romance con una de sus alumnas. Debido a tal escándalo, se ve obligado a dejar su puesto como catedrático de Literatura en la Universidad de Ciudad del Cabo y se refugia en la apartada granja de su hija. Una vez allí, asiste impotente a un acto brutal del que su hija es víctima.
Pero ya digo, los subrayados de esta novela son muchos y trascienden. Sólo alguna escena, como la del parque, en la que el profesor Lurie aborda, por primera vez, a su alumna, me resulta defectuosa, poco verosímil. Lo demás, prácticamente, es acierto tras acierto.
Algunos de ellos:
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Él ha jugado con la idea de pedirle que lo reciba en sus horas libres. Le gustaría pasar con ella una velada, tal vez incluso una noche entera. Pero no la mañana siguiente. Sabe demasiado de sí mismo para someterla a la mañana siguiente, al momento en el que él se muestre frío, malhumorado, impaciente por estar a solas.
Ése es su temperamento. Su temperamento ya no va a cambiar: es demasiado viejo. Su temperamento ya está cuajado, es inamovible. Primero el cráneo, luego el temperamento: las dos partes más duras del cuerpo.
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Tendría que dejarlo de una vez por todas, retirarse, renunciar al juego. ¿A qué edad, se pregunta, se castró Orígenes? No es la más elegante de las soluciones, desde luego, pero es que envejecer no reviste ninguna elegancia. Es mera cuestión de despejar la cubierta, para que uno al menos pueda concentrarse en hacer lo que han de hacer los viejos: prepararse para morir.
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—¿Hasta qué punto son ciertas la imputaciones?
—Son bastante ciertas. Tuve una aventura con la chica.
—¿Una aventura? ¿Iba en serio?
—¿Qué más dará que fuera en serio? Pasada cierta edad, todas las aventuras van en serio. Igual que los ataques cardíacos.
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Vivimos en una época puritana. La vida privada de las personas es un asunto público. La lascivia es algo respetable; la lascivia y el sentimiento. Lo que ellos querían era un espectáculo público: remordimiento, golpes en el pecho, llanto y crujir de dientes a ser posible. Un espectáculo televisivo, la verdad. Y yo a eso no me presto.
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Cada vez está más convencido de que el inglés es un medio inadecuado para plasmar la verdad de Sudáfrica. Hay trechos del código lingüístico inglés, frases enteras que hace tiempo se han atrofiado, han perdido sus articulaciones. Como un dinosaurio que expira hundido en el fango, la lengua se ha quedado envarada.
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¡El niño! Ya está llamándolo así, el niño, cuando no es más que un gusano en el vientre de su hija. ¿Qué clase de niño podrá ser engendrado de una simiente como esa, simiente introducida en la mujer no por amor, sino por odio, y mezclada caóticamente, destinada a ensuciarla, a marcarla, como la orina de un perro?
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—Qué humillante —dice él por fin—. Con tan altas esperanzas, mira que terminar así…
—Estoy de acuerdo: es humillante, pero tal vez ese sea un buen punto de partida. Tal vez sea eso lo que debo aprender a aceptar. Empezar de cero, sin nada de nada. No con nada de nada, sino sin nada. Sin nada. Sin tarjetas, sin armas, sin tierra, sin derechos, sin dignidad.
—Como un perro.
—Pues sí, como un perro.
¿Qué les parece como adelanto? ¿No les parece una delicia? Les aseguro que mejora en contexto, y con las relecturas. Como sucede con toda la novela.
¿Y qué hay de la película? ¿No se hizo en 2009 una película australiana basada en la novela?
LA PELÍCULA
He reflexionado largamente acerca de la película y siempre llego a la misma conclusión: No. No está a la altura. Pero ni de lejos. Ni siquiera la presencia de un actor tan sólido como John Malkovich en el papel del profesor David Lurie, consigue que la película no naufrague. De hecho, si uno olvida que es la adaptación de tan célebre novela, podría pasar, incluso, en muchas ocasiones, por un melodrama de sobremesa, de esos que las televisiones compran por paquetes al por mayor. ¿Cómo es posible que carezca de interés partiendo de un texto tan brillante? Pues nada más fácil: dejándote por el camino todo lo verdaderamente relevante de la obra original; esto es, la magnífica tensión, riqueza y profundidad con las que Coetzee cose su historia, tejiendo una palabra tras otra de forma sabia, hasta conseguir en nosotros el efecto deseado. Por su parte, la película abusa de transiciones visuales edulcoradas. Y relata (casi) los mismos hechos, es correcto, pero no consigue hacer creíbles ni los personajes, ni sus motivaciones, ni acierta a mostrar las múltiples capas y tiempos con los que trabaja el premio Nobel en su portentosa novela. Demasiadas licencias y cambios más que discutibles, en mi opinión. ¿Quiere decir eso que no funciona en la comparación con el libro pero que, por sí misma, podría ser una buena película? Tampoco. Pudiera uno ser menos duro con ella, eso sí. Pero aun así continuaría resultando fallida. Por lo que, en esta ocasión, no tengo dudas. Me quedo con la novela.
Carlos Torrero
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