Dice el diccionario que prejuzgar es emitir un juicio u opinión, por lo general tenaz y desfavorable, acerca de algo que, en el mejor de los casos, se conoce poco y mal. No me gustaría comenzar esta entrada cayendo en ninguno de los dos pecados que le dan título. Así que, como punto de partida, afirmaré que las redes sociales no son más que una herramienta que será buena o mala dependiendo el uso que de ella hagamos. Por supuesto que, bien entendidas, podrían ser un medio poderosísimo para conectarnos, intercambiar ideas y opiniones de forma libre y ordenada, así como para conocernos y entendernos unos a otros y acercar posturas. También es cierto que la cantidad de información que tenemos hoy a nuestra disposición a golpe de ratón nos abre un abanico casi infinito a la hora de elegir lecturas, músicas, películas, etc. No obstante, no parece que la mayoría aproveche estas ventajas. Más bien al contrario, aunque resulte paradójico, estas herramientas digitales parecen conducirnos, por un lado, al aislamiento en una burbuja ideológica, y por el otro, al consumo de productos culturales clónicos. Nuestra tendencia natural a refugiarnos en una zona de confort hace que silenciemos o eliminemos de nuestros perfiles a toda aquella persona cuya ideología nos resulta incómoda o contraria, con lo que, acostumbrados a corear con quienes repiten nuestros mismos eslóganes, olvidamos el arte de debatir. Por otra parte, los algoritmos nos condenan a no salirnos del círculo vicioso de lo que ya nos ha gustado con anterioridad, lo que nos condena a escuchar canciones que rozan el plagio, a leer libros fabricados con el mismo patrón de corte y confección y a ver películas y series perfectamente intercambiables entre sí.
Uno podría esperar de una persona con afición a la lectura una apertura de mente que la llevara a aventurarse por territorios ignotos tanto ideológicos como estéticos. Sin embargo, es moneda común encontrarse con lo contrario. Son legión tanto los lectores de derechas que se niegan a leer libros escritos por «progres» como los de izquierdas que jamás leerían a un «facha». Tampoco es raro encontrarse con hombres que se jactan de no leer libros escritos por mujeres ni con lectoras que sólo leen a mujeres. Por no hablar de los poetas que no leen prosa, los aficionados a la novela con alergia a la poesía, los que no saben que el teatro puede leerse y los que están convencidos de que los únicos relatos cortos que existen son los cuentos infantiles. Si le sumamos a esto aquellos lectores que sólo se nutren de superventas, el panorama se vuelve cada vez más triste.
Casualmente, repasando estos días mis lecturas veraniegas, me he dado cuenta de que parecen elegidas a posta para romper con todos estos estereotipos. Comencé el verano adentrándome en La caída del imperio, la primera novela de Javier Gallego, periodista de reconocida ideología izquierdista, poeta y músico, y me encontré con un magnífico retrato generacional contado a contrapelo de la moda literaria, que camina desde hace tiempo por la excesiva presencia del yo y la simpleza confundida con sencillez. El libro de Javier Gallego es un arriesgado ejercicio formal y narrativo en el que las reglas van cambiando casi a cada página y en el que se utilizan todos los recursos retóricos (bendito sea su autor) que sirven a su propósito literario. Narración coral, cambios de grafía, juegos visuales, referencias culturales de todo tipo… La caída del imperio es un soplo de aire fresco en medio de un paisaje anodino lleno de falsa autoficción, convertida en una especie de nuevo subgénero que sirve de excusa al (ab)uso de estructuras, tramas y prosas simples hasta el bostezo que dan como resultado libros calcados.
Tras esta incursión, el paso lógico (por antagónico en cuanto a la ideología del autor) fue el de adentrarme en la nueva novela de Juan Manuel de Prada, La ciudad sin luz, que es la primera entrega de Mil ojos esconde la noche, proyecto dividido en dos, en el que el autor recupera a Fernando Navales, el narrador protagonista de su magnífica Las máscaras del héroe. A través de la mirada rencorosa y la prosa exuberante de Navales somos testigos del ir y venir del grupo de españoles que habitaron el París ocupado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial y disfrutamos de nuevo de una de las plumas más brillantes de nuestra literatura, por mucho que se resista la Real Academia Española a reconocérselo en forma de sillón, en beneficio de otros autores que apenas llegan a la categoría de artesanos.
Para la siguiente parada tomé un vuelo directo a los arrabales de Chillicothe, Ohio, donde Tiffany MacDaniel sitúa la acción de En el lado salvaje, novela en la que el horror y la poesía se dan la mano para contar la historia de las gemelas Arc y Cisi, jóvenes drogodependientes vencidas y machacadas por una sociedad empeñada en convertirlas en víctimas propiciatorias. Una historia dura y llena de lírica en la que descubrimos que, a veces, ni la imaginación es lo suficientemente fuerte para huir de una realidad que parece conspirar contra las mujeres para someterlas y destruirlas.
De vuelta a la literatura patria, disfruté de Un hombre bajo el agua, novela de 2019 del siempre solvente Juan Manuel Gil que su editorial ha rescatado, una vez el autor ha alcanzado las mieles del reconocimiento. La novela nos regala una interesante reflexión sobre la naturaleza resbaladiza de la memoria cuando el narrador protagonista decide recuperar del olvido un acontecimiento vital, el descubrimiento del cadáver de un vecino cuando él sólo tenía catorce años, que debió haberle marcado, pero que enterró durante años.
Para que no todo sea narrativa y no se me tachara de prejuicioso, decidí que la siguiente parada fuera poética. Y quién mejor guía que Juan Cobos Wilkins para acompañarme. Con Los no amados, el autor de El mundo se derrumba y tú escribes poemas y Matar poetas nos muestra que, pese a su dilatada carrera, sigue en plena forma y empeñado en no acomodarse. En este nuevo trabajo confirma su compromiso con la poesía, no limitándose, como otros nombres consagrados, a repetir viejas fórmulas que ya los llevaron al éxito. El onubense sigue anteponiendo su búsqueda de la originalidad y su afán por transitar nuevos caminos con este libro dedicado al no amor, que no sólo no es lo contrario del amor, sino que podría decirse que forma parte de él de forma indisoluble.
Para terminar el tiempo de estío, paso del verso joven de todo un veterano a la prosa de Irene Reyes-Noguerol, una sevillana veinteañera que acaba de publicar su tercer libro de relatos, Alcaravea. En él continúa su evolución literaria sin renunciar a una prosa llena de poesía, no dejándose tentar por esa moda, a veces premiada con galardones de prestigio (más pretérito que presente, me temo, si siguen por este camino), de despojar de lo literario a la literatura. Los protagonistas de la primera parte de su libro son personajes históricos que, aun siendo parte de la Historia (parafraseando a Fernando Navales, pido perdón por la mayúscula), también la han sufrido de algún modo. Con este truco de magia, Irene consigue que Vincent van Gogh, Lope de Vega o Almutamid, por citar sólo tres ejemplos, compartan páginas con personas de su familia, de su entorno, personajes que pudieran considerarse condenados al anonimato, pero que su literatura, siempre cuidada, rescata y coloca a la misma altura.
Ya sólo me queda prepararme para el otoño y recomendaros que abandonéis todo prejuicio a la hora de leer. Nunca está de más probar a acercarse a autores, autoras, géneros o estilos que pensabais que no estaban hechos para vosotros. Recordad que uno siempre está a tiempo de escuchar la canción del verano. Incluso aunque no pongáis empeño en ello, acabará llegando a vuestros oídos. Pero esas otras melodías más complejas y, por tanto, más ricas, tenéis que salir a buscarlas. No es buena idea dejar que nuestros prejuicios nos cierren los oídos ni los párpados.
Manuel Valderrama Donaire
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