Hace un año amagué con enfrascarme en la lectura de los Cuentos reunidos de F. S. Fitzgerald, aunque hube de abandonarla por motivos tan pedestres como que el libro ocupaba la media maleta que tenía previsto llevarme de vacaciones. El libro en cuestión llegó a casa como regalo «descambiado» de mi hermana: me había comprado otro que ya se exhibía en mis estantes. En cuanto vi las dimensiones del volumen pensé: «Dios, no sé en qué momento voy a poder sumergirme en esto».
La cuestión es que lo de meterse en tales harinas no es nada difícil. Salir de ellas sin mancharse demasiado, he ahí la cuestión. Porque después de estas páginas, cerca de mil, creo que pocas cosas van a poder noquearme como lo han hecho estas historias, poco voy a encontrar que me entusiasme hasta el punto de sentir un vacío sartreano al llegar a la última línea. Y no tanto por la temática, que puede resultar repetitiva, como por la forma inigualable de contar.
El volumen reúne 43 cuentos que el escritor de Minnesota publicó en varios de esos periódicos que allá por los años veinte y treinta tenían la gentileza de ofrecer un espacio para la literatura. Algunos de esos textos incluso sufrieron el rechazo de los editores, lo que da idea de los niveles de exigencia y calidad que se pedía por entonces. Yo me los habría quedado con los ojos cerrados. Incluso habría estampado fáusticamente mi rúbrica sobre cualquiera de esas narraciones que contienen, en unas pocas páginas, todo un mundo. El mundo del dinero y del amor, de los fracasos y los adioses. De la juventud de aquellos dorados años que ni siquiera el tiempo, coprotagonista siempre inevitable, ha logrado opacar. El mundo al que se lanzó a vivir con todos sus excesos, con verdadera pasión por el fulgor y la frivolidad, que aquí se desenvuelve en fiestas y mansiones que ninguno de nosotros sería capaz de mantener.
Con una prosa agilísima y unos diálogos envidiables, nos retrata una época y un país que la mayoría de nosotros solo conocemos a través de las películas, pero la magia de su voz narradora nos hace partícipes de ellos: nos sentimos allí como si nos hubiéramos calado unas gafas 3D. Por cierto, como Fitzgerald y señora (no me tachéis de incorrecta) vivieron en Hollywood y allí don Francis hizo sus pinitos como guionista, alguno de esos relatos se desarrollan a orillas del Pacífico, entre platós y puñaladas, en una desmitificación perfecta del perfecto mundo del séptimo arte. Y como entre la colección de mujeres y hombres de exquisita factura destaca también una alta sociedad de lo más cosmopolita, no son pocos los que nos trasladan a París o a la Riviera francesa. Con lo que nos gusta a los eternos miembros de la clase media un poquito de glamur y ver que, al final, todos somos iguales ante la ley de la desgracia.
Me han entusiasmado muchas cosas. Esas frases contundentes y veraces que dicen tanto con tan poco («Se tenían aprecio y se tenían lástima». Olé tú). Una gracia innata que, sin querer devenir humor, nos despierta la sonrisa. (Sublime esto, por ejemplo, digno del mejor Marx: «Habiendo escalado desde el peldaño más bajo, se había visto obligado a amoldar sus principios a lo que alcanzaba a ver desde donde se encontraba en cada momento»). La hondura de sus observaciones («Jim se preguntó de qué profunda soledad habría surgido aquella relación»), que no son sino reflejo de su inteligencia («jamás se llega a nada importante perdiendo la calma») y de sus amplios conocimientos sobre el ser humano. También sus destellos líricos, sus maravillosas sinestesias. (Lo que yo daría por haber escrito «se pasó por el pelo un impetuoso peine de bolsillo»). Pero sobre todo esa fluidez que no tiene precio. Aunque cada relato va precedido de una pequeña nota informativa en la que a veces hasta conocemos lo que se pagó por él. De hecho, la leyenda negra acusa a Hemingway, con quien nuestro autor hacía buenas migas, de odiar a Zelda por obligarlo a escribir cuentos para vivir (no sabemos si como ese fantasmagórico Finnegan de uno de sus relatos), por perder el tiempo en esas menudencias en vez de fabricar novelas. Sin querer quitar mérito a El gran Gatsby o Suave es la noche, llevadas, por cierto, al cine, creo que sus problemas económicos nos vinieron la mar de bien para que nos dejara este estupendo legado. Un legado que los que apenas farfullamos en inglés tenemos que agradecer al escritor y periodista Justo Navarro, sin cuyo trabajo inestimable jamás habría podido conocer al verdadero Benjamin Button.
Elena Marqués
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