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Corazón de Ulises, de Javier Reverte

Foto del escritor: Dr. GoodfellowDr. Goodfellow


Para mí, como para tantos otros pobretones de mi generación, en el principio fue el libro. Quiero decir que nuestra forma de viajar era la lectura. Yo al menos no tuve una niñez movida. Eran otros tiempos, y nuestros traslados abarcaban solo unos pocos kilómetros. Lo más lejos que llegué fue a Barcelona, cuna de mi padre. Tampoco los aviones estaban al alcance de cualquiera. Y, como no podía cogerlos, me consolaba diciendo que el turismo estaba sobrevalorado. Bueno, quizás no en esos términos porque entonces apenas utilizaba palabras de más de tres sílabas.


Hoy, lo confieso, pongo casi al mismo nivel mi amor por los libros que mi deseo de visitar todos los sitios posibles. Y, para quien los viajes y la literatura se dan la mano, nada más adecuado que recordar a Ulises, patrón laico de los navegantes como san Telmo lo es a su manera entre los católicos; y leer a Javier Reverte, especialista en hacernos soñar por todo el orbe. Con él he «conocido» parte de África, he llegado hasta el Ártico. Zonas que ni siquiera ahora, que tengo un sueldo decente, creo que huelle alguna vez. Y, no hace tanto, lo acompañé en uno de sus viajes más novelescos, por Venecia, Trieste y Sicilia, a la amparadora sombra (o más bien bajo la luz) de algunos de mis escritores favoritos (léase Thomas Mann o Lampedusa). No sé por qué he tardado tanto en embarcarme con él al lugar al que más debemos de la tierra, y también el más literario: Ítaca.


Somos herederos directos de Grecia, yo tengo la suerte de llevarla en mi nombre, y a eso se suma que de un tiempo a esta parte siento su llamada como algo perentorio. Será el reciente descubrimiento de Kallifatides, que tan buenos ratos me ha hecho pasar (especialmente escuchando a Esquilo en Otra vida por vivir); o mi estancia en Corfú con Los Durrell, capaz de quitarte de un plumazo, entre galápagos y cormoranes, todas las preocupaciones. O quizás sea la imagen permanente en mi retina de la Nike de Samotracia, una de las esculturas más impresionantes que jamás he visto, desplegando su belleza sobre el Louvre; o la alegría estival de Zorba y su inseparable santuri; o los textos de María Belmonte, otra peregrina de la belleza; o… No sé, pero últimamente todo me huele a olivo y paximadia.


El caso es que Corazón de Ulises, del hace poco fallecido Javier Reverte, ha sido la lectura elegida para digerir el paso de un año a otro, y mira por dónde me ha hecho el tránsito fácil y feliz. Con el azul perpetuo del Mediterráneo de fondo, he disfrutado, como otras veces, de su correctísima prosa, transida, creo (la emoción manda), de más elementos poéticos de los acostumbrados, adornada de hermosas comparaciones («ese momento en que viste por vez primera el mar, asomando como un pecho vigoroso y azul al otro lado de una loma…»; «la de los campos exactos como la prosa de Kazantzakis») y con una adjetivación espléndida y grafiquísima («el valle temblaba bajo la robusta luz», «Era un paisaje esencial y preciso»). Y, por supuesto, no he parado de sonreírme con ese humor tan «revertiano» («arrojaba desde sus axilas un tufo secular y un punto ecuménico»). Son esos toques los que más humanizan el recorrido, que a veces se detiene en demasiados datos históricos; y son esos puntos los que se echan en falta en, por ejemplo, las guías de viajes que acostumbran acompañarnos en nuestros periplos, que pocas anécdotas sobre la guerra de Troya o el paso de las Termópilas suelen reproducir.


Me imagino al filósofo y periodista, al viajero incansable, recorriendo la cuna del saber occidental, buscando regresar a la isla homérica mientras piensa en la grandeza de la literatura, en cómo la palabra concede a un lugar su carácter mítico. Lo acompaño en sus lecciones de historia, en su admiración por los detalles, en sus descripciones de paisajes adustos, sus certeras perlas filosóficas, sus historias sobre la crueldad de los dioses del Olimpo, la participación de don Miguel de Cervantes en el sometimiento del turco o la muerte de Lord Byron en Missolonghi; y disfruto de las ruinas y de la decadencia que refleja en la ciudad de Alejandría, del deseo de ir siempre más lejos del discípulo de Sócrates. También lo veo en sus intentos de dar esquinazo a los turistas pelmas y algo aburridos que suelen hacer de extras en todos nuestros viajes, y en sus regates a los típicos pícaros que pueblan ciertas poblaciones a punto de sucumbir bajo los escombros. Y, ya casi al final de la lectura, descansando en la idílica Vathy, me afianzo en que, como para él, «Mi paraíso, por ahora, es el camino», lo único que tenemos.


Creo que con estos ejemplos entresacados el texto del madrileño podría incitar a cualquiera a embarcarse con él en este viaje hacia el exceso, en este apasionado recorrido por el Egeo en absoluta libertad. «Si tu corazón vive empapado de literatura, muchos rincones del planeta pueden parecer una pequeña arcadia», dice Reverte en un momento dado. Y yo añado algo que comparto y que expresé en una de mis primeras presentaciones porque lo siento de verdad: que «la literatura sostiene, sobre las palabras de los más altos escritores, la fe en la eternidad del alma humana».


Elena Marqués

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