A la melancolía natural de los últimos días de veraneo se le suman siempre otras tristezas. Porque convendrán conmigo en que el mutis de agosto arrastra un cierto abatimiento de pasos cansinos que hace pesarosa la vuelta a Ítaca. Una saudade presentida que dota a los últimos atardeceres del verano de un aire de fado. Y es que Chanquete siempre se muere al final de las vacaciones, la chica o el chico al que le hemos hecho ojitos desde que llegamos se lanza a hablarnos la noche de la despedida, dejándonos un regusto amargo de nueva oportunidad perdida, o a la vuelta nos esperan las obligaciones de siempre y la pandemia recién estrenada. Nos damos vacaciones de todo, menos de nosotros mismos. Como dijo el poeta, el viajero puede cruzar el mundo de una punta a otra, pero, al llegar a su destino, se encontrará con que el cielo que luce sobre su cabeza es el mismo que dejó en su casa. Al menos, eso sí, siempre nos quedan los libros, esos viejos compañeros que viajan con nosotros de vuelta en la maleta, y que, al fin y a la postre, han sido los únicos que nos han permitido mudar de piel por unas horas, convirtiéndonos en náufragos en una isla desierta, piratas en busca de un tesoro o exploradores infatigables capaces de descubrir que en el centro de la Tierra hay un mundo salvaje esperando ser descubierto.
Un año más llevé conmigo dos maletas. La de la ropa, casi innecesaria, y la de los libros, imprescindible. Elegí empezar las vacaciones con Señales de humo y La cadena trófica, los dos volúmenes en los que Rafael Reig recoge su magnífico Manual de literatura para caníbales, un divertidísimo recorrido por la historia de la literatura en español que debiera sustituir a todos los manuales de texto de Literatura con los que el sistema educativo aburre cada año a nuestros jóvenes frustrando cualquier posible despertar de su apetitos lectores. Mientras los leía, entre carcajada y carcajada, no paraba de preguntarme cómo es posible que no haya colas en las librerías para hacerse con ellos. Al levantar la vista del libro, me encontraba con el paisanaje que llena la playa y me daba por respondido.
Consciente de que cualquier cosa que leyese después de estas dos joyas me podía resultar tediosa, decidí tirar de clásicos. Suelo aprovechar estas fechas de descanso para releer algún libro que me impactara hace tiempo y este año le tocó el turno a El tambor de hojalata, de Günter Grass. Después de media vida desde que cayó en mis manos por primera vez, me he vuelto a topar con Oskar Matzerath, ese enano loco y vicioso cuya voz vitricida ejerce de Pepito Grillo de la Europa de principios del siglo XX, y me ha dado un vuelco el corazón al reconocernos tan distintos y tan parecidos como sociedad. Tan capaces de los mismos errores y de los mismos horrores casi un siglo después.
La siguiente visita fue Fracasología, el ensayo de Elvira Roca Barea, el premio Espasa 2019, que lleva el explicativo subtítulo de España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días. En este trabajo, la autora revisita la llamada leyenda negra española y culpa a nuestras élites políticas, culturales y artísticas de haber alimentado ese desapego, tan español, por nuestra identidad, siempre tan dispuesta a encumbrar lo que viene de fuera de nuestras fronteras y a asumir nuestra inferioridad. La autora defiende su hipótesis con argumentos de peso en un trabajo magníficamente documentado. Si acaso, empeñada como está en mostrar al lector el esfuerzo realizado por los intelectuales europeos en restar importancia a nuestros logros, echo en falta un análisis más exhaustivo de las verdaderas razones del evidente despego de muchos ciudadanos por nuestros símbolos. Y es que me da la impresión de que la autora pasa demasiado de puntillas por la apropiación que hace de ellos una determinada ideología vinculada a los sectores más afines al régimen franquista y sus herederos políticos y la desafección de parte de la población como resultado de esta realidad palmaria. Despacha este tema con un par de frases que parecen ser promesa de un capítulo que nunca llega.
Ya acercándonos al último recodo de las vacaciones, me sumergí en las páginas de El infinito en un junco, el ensayo de Irene Vallejo sobre la historia del libro (gran invento) y su evolución. Un delicioso viaje en el tiempo con escalas en Mesopotamia, Egipto y, sobre todo, Grecia y Roma. Un ensayo al que su autora tiene la capacidad de dar un aire novelado que está haciendo, y con razón, las delicias de los lectores. Da gusto que por una vez la lectura del verano no sea una estupidez del tipo Cincuenta sombras de Grey. Le devuelve a uno una leve esperanza en la humanidad, oiga.
Para rematar, empleé mis últimos días de vacaciones en la lectura breve de La claridad. El trabajo con el que Marcelo Luján ha obtenido el premio Ribera del Duero es un conjunto de relatos en los que el autor argentino pasea por terrenos limítrofes con el género de terror. Y ahí acabó el descanso. Ya de vuelta a casa espero seguir disfrutando del único modo de turismo seguro en estos tiempos de pandemia y mascarillas, la lectura. Espero que hayan disfrutado de este relato de mis viajes y, quién sabe, reserven sus billetes sin tener que moverse del sillón.
Manuel Valderrama Donaire
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