El fracaso siempre ha sido una constante en un oficio tan carente de beneficio como el de la literatura. Es difícil encontrar a un escritor que no haya sufrido el rechazo editorial de, al menos, uno de sus manuscritos. Por no mencionar a las escritoras, denostadas durante siglos por una mera cuestión de género. Teniendo en cuenta que ni tan siquiera los grandes lograron evitar este sino, no es extraño sospechar de todo aquel que asegure haber recibido beneplácitos a todas sus propuestas de publicación, sin excepciones.
Y es que no andamos precisamente escasos de ejemplos de grandes obras de la literatura universal que no tuvieron fácil su llegada a los lectores. A Herman Melville le rechazaron su novela Moby-Dick por ser «demasiado extensa y más bien anticuada». Otro visionario le negó a Ursula K. Le Guin la publicación de La mano izquierda de la oscuridad por ser un texto excesivamente complicado. Dicho esto, no les sorprenderá saber que Marcel Proust tuvo que pagarse de su propio bolsillo la publicación de En busca del tiempo perdido después de que un editor le afeara haber necesitado treinta páginas para describir un cambio de postura en la cama antes de dormir. A H.G. Wells le costó Dios y ayuda que le aceptaran La guerra de los mundos y cuando lo consiguió la crítica se ensañó con el libro. John Kennedy Toole se suicidó sin poder ver publicada La conjura de los necios. A Joyce le llegaron a rechazar Dublineses hasta en veintidós ocasiones. Por no hablar del Ulises, directamente desestimado por obsceno. El adjetivo con el que declinaron la invitación de Nabokov a publicar su Lolita subió un escalón y se convirtió en pornográfico. Si George Orwell, Sylvia Plath, Pearl S. Buck, William Faulkner, Agatha Christie o D. H. Lawrence, por citar sólo a unos cuantos, tuvieron que soportar las calabazas del mundo editorial, no debería sorprendernos si nos devuelven un manuscrito acompañado de un «gracias, inténtelo de nuevo». Aunque también es cierto que mal de muchos es consuelo de tontos y que el que nadie publique nuestro libro puede llevarnos a pensar que nuestras palabras se acabarán perdiendo como lágrimas en la lluvia (perdón por el lugar común, no he podido resistirme a la tentación cinéfila) al no poder llegar a los lectores.
Si eres de los que creen que los editores se equivocan al negarte el pan y la sal, que no te comprenden porque te has adelantado a tu tiempo y que sólo los lectores del futuro estarán capacitados para valorar tu obra, tengo una buena noticia para ti. Hay un lugar en el mundo para tu manuscrito. Una biblioteca reservada en exclusiva a los libros rechazados.
Aunque la Biblioteca Brautigan se funda en 1990 gracias al empeño de Todd Lockwood ayudado por un grupo de seguidores del excéntrico escritor del que toma su apellido, para entender su curiosa historia será mejor que retrocedamos hasta 1935, año en el que nació Richard Brautigan, hijo de un obrero y una camarera que se separaron ocho meses antes de que él viniera al mundo. Las carencias afectivas y económicas que sufrió nuestro protagonista durante la infancia y juventud marcaron su carácter y su biografía. Valga de muestra un botón. Según se cuenta, en 1955 tiró una piedra a la ventana de una comisaría de policía. Su propósito no era otro que ser arrestado y trasladado a la cárcel para poder comer. Desafortunadamente para él, el asunto se resolvió con una multa de 25 dólares y una visita al Hospital Estatal de Oregón, donde le diagnosticaron esquizofrenia paranoica y depresión.
Cansado de ofrecer poemas por la calle a cambio de unas monedas, en la década de los sesenta se traslada a San Francisco, donde entra a formar parte del círculo de la contracultura local. En 1967 publica su novela La pesca de la trucha en América, que se convierte en un sorprendente éxito comercial pese a (o tal vez por) su estilo alucinado. Fueron sus años gloriosos, apenas un lustro, en los que llegó a colaborar con la revista Rolling Stones.
Poco a poco su figura fue decayendo hasta que, presa del alcoholismo y del empecinado rechazo editorial, volvió a engrosar las listas de los escritores fracasados. Las sucesivas negativas a publicar sus manuscritos le sirvieron de inspiración para su novela The Abortion: An Historical romance 1966, en la que un bibliotecario de California acoge en su lugar de trabajo libros no publicados, cuentos de niños dibujados con lápices de colores, relatos de adolescentes y de ancianos, y se refiere a ellos como «los volúmenes no deseados de la literatura americana».
Tras pasar sus últimos años solo y olvidado, el 25 de octubre de 1984, un investigador privado halló su cuerpo descompuesto en su casa de Bolinas, California. Varias semanas antes, el escritor había puesto fin a su existencia de un disparo en la sien sin que nadie notase su ausencia durante días. Pero el destino es curioso y los lectores tercos. Seis años más tarde, el 21 de abril de 1990, Todd Lockwood fundó en un almacén de Vermont la Biblioteca Brautigan con el objetivo de ofrecer a todo el que quisiera un espacio en el que depositar sus manuscritos a condición de que fueran textos previamente rechazados por los editores. Los autores, como reconocimiento de su rendición, debían peregrinar hasta el lugar y entregar en persona sus obras inéditas. Para su recepción era importante que estuvieran encuadernadas y que no excedieran de 28 centímetros, que era la altura máxima que podía albergar las estanterías del local. La biblioteca, gestionada por voluntarios, estaba abierta al público, que podía leer libremente los manuscritos. Estos eran clasificados siguiendo un peculiar sistema en el que unos botes de mayonesa vacíos se encargaban de marcar la frontera entre las distintas temáticas.
En 2005, la Biblioteca Brautigan tuvo que cerrar por problemas financieros y los libros quedaron almacenados en casa de Lockwood hasta su reapertura en 2010, fruto del esfuerzo de un grupo de alumnos de la Universidad del Estado de Washington dirigidos por John Barber, en el Clark County Historical Society Museum de Vancouver, lugar en el que todavía hoy la podrán encontrar los lectores curiosos y los escritores resignados. Allí, cerca de la zona en la que creció Richard Brautigan, el laico patrón de los escritores fracasados, se sigue dando albergue a los manuscritos ignorados por las editoriales, dejando así abierto un pequeño resquicio por el que quién sabe si alguno podrá escapar del olvido al que parecen condenados.
Manuel Valderrama Donaire
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