«No deja de maravillarle que la suprema inteligencia del planeta descubriera el cálculo y las leyes de gravitación universal antes de que nadie supiera para qué servía una flor», observa el estadounidense Richard Powers en algún momento de El clamor de los bosques; libro que me recomendó precisamente un miembro de la consulta goodfelliana pero que, ignoro por qué, no se atrevió a reseñar en su momento. Quizás se le cruzaron otros temas urgentes. Aunque, según los protagonistas de esa defensa enconada de la población arbórea que campan por él, pocas cosas lo son más que escuchar lo que estos nos tienen que decir.
Hace poco comenté, no sé si en este mismo ámbito, pero sí que reseñando alguna de mis últimas lecturas, que me disgusta que se confundan los temas de actualidad con lo literario. Que la denuncia en una novela casi siempre se convierte en panfleto. No voy a negar que en algunos momentos el premio Pullitzer 2019 puede caer en ello, en un «exagerado» mensaje ecologista que convierte a sus defensores en fanáticas caricaturas; pero es más el disfrute poético, son muchos más los párrafos encomiables y los personajes dignos de permanecer en la memoria (también en su locura o precisamente por eso) lo que cabe destacar de esta obra monumental en dimensiones y contenido. De hecho yo, acérrima defensora de que el lenguaje humano todo lo abarca y explica, me he rendido a la evidencia de sus huecos y confirmo que las palabras pueden en ocasiones ser una estafa y «Solo el maíz, las alubias, las calabazas —todo lo que crece— revelan la mente silenciosa de Dios». Que no siempre es el lenguaje el que nombra la realidad («Ella aspira, con los ojos cerrados, el verdadero nombre del árbol»). Aunque la fértil adjetivación de Powers («brumas artúricas») y sus acertadísimas comparaciones («esa locura de sus ojos avellana que se derrama como una carcajada») apunten a lo contrario y nos recuerden el poder hipnótico de las descripciones al decir, por ejemplo, «El cielo hace cosas sorprendentes. Se amorata con suavidad en la libertad del oeste, mientras se abre como una granada en el este». Sencilla y hermosa como debe ser; acertada, plástica y verdadera.
Hay en este libro gran cantidad de instantes en los que detenerse, sensaciones del ahora, frases breves que lo solucionan todo («Al pescar, resuelve la vida»). Hay mucha belleza y mucho amor, desarrollado en gestos como mostrar una fotografía a un anciano («Eso es más fácil que intentar decirle a su padre que lo quiere») o acompañar a un enfermo en estado vegetativo, el más cercano, según la misma etimología, a la mera esencia contemplativa («Al permanecer inmóvil con unas seriedad impasible, parece tener acceso a la voluntad planetaria»); una visión panteísta y grandiosa en la que se nos da a conocer la participación de cada partícula en el devenir del cosmos. Se nos explica que existe una colaboración probada entre especies para su mantenimiento y extensión, un lenguaje ignoto que nos supera, «Algo tan distinto de la inteligencia humana que la inteligencia cree que no es nada». La enumeración de árboles que seguro la mayoría de los lectores desconocen debería llevarnos a reflexionar sobre nuestra pequeñez en el tiempo y en el espacio. Que no somos tan importantes como las teorías androcéntricas con que se inaugura la Edad Moderna quieren hacernos creer. Acostumbrados a medirlo todo según nuestros sentidos y la lógica de la razón, y a dejarnos llevar por la opinión formada de la masa, convertida por mor de no se sabe qué en ideología («nunca se le da mucha ventaja a los sentidos frente al poder de la doctrina»; «Las creencias no deberían considerarse delirios si están de acuerdo con las normas sociales»), desatendemos otras capacidades más intuitivas y naturales. Precisamente es una de las protagonistas de este libro, mermada de oído, la que «aprende que la verdadera felicidad consiste en saber que la sabiduría humana es menos importante que el brillo trémulo de las hayas con la brisa. Tan cierto cono el viento del oeste, las cosas que la gente da por sentadas cambiarán. No existe conocimiento para un hecho. Lo único fiable es la humildad y la observación». (El subrayado es mío.)
Aún no he contado que la novela se estructura en cuatro partes, «Raíces», «Tronco», «Copa», «Semillas», lo que augura un final feliz, o esperanzado, una superación por parte de la naturaleza de todas las perrerías que uno de sus habitantes, el hombre, cuya historia «era la historia de un hambre cada vez más confusa», es capaz de propinarle por considerarse con derechos, frente al resto de seres que no, que solo están a nuestro servicio.
Tampoco estoy hablando casi de los personajes humanos que aparecen, que podrían agruparse en dos secciones: los que escuchan a la naturaleza y los que no. Los primeros lo hacen de formas distintas: creando, a través de un juego informático (¿no vivimos cada vez más en un mundo alternativo e igualmente real?), un mundo que se bifurca en infinitas posibilidades, como las ramas de un árbol; resistiendo en lo alto de una secuoya el acecho de las motosierras y la industria maderera; preparando atentados que se les van de las manos; fotografiando cada día el crecimiento de un árbol que nos sobrevivirá; construyendo un semillero para que nada se extinga, una nueva arca de Noé que tenga en cuenta a las especies que no pueden desplazarse. Escuchando a ciertas criaturas de luz tras volver de la muerte. Todas sus historias, como las raíces bajo tierra, se comunican y forman un solo árbol, este árbol, este libro, un texto que clama en el desierto de una sociedad ensimismada y urbana que definen el futuro y el progreso a golpe de destrucción.
La cuestión es que salirse de la norma está castigado. Quien lo hace es tachado de loco. La locura de Patricia, Douglas, Dorothy, Mimi u Olivia los hace vivir al margen de una sociedad segura de su verdad, aferrada a sus convicciones, cegada por los beneficios, sorda a la utilidad de lo aparentemente inútil.
No sé si la literatura ha de tener utilidad o no. Para mí ser felices es el único fin que hemos de perseguir en el mundo. Los libros y el bosque me hacen sentir bien. También la obra construida por el hombre. Eso, quienes me conocen, bien que lo saben. Tiemblo más ante un baptisterio del siglo XIII que frente a un paisaje digno de Salicio y Nemoroso.
Quizás esta obra, construida por el hombre, hecha de palabras, este El clamor de los bosques del estadounidense Richard Powers, me haga mirar con otros ojos, o aspirar con los párpados cerrados, la obra natural que se hace a sí misma, cuya autoría se pierde en la noche de los tiempos.
Elena Marqués
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