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  • Foto del escritorDr. Goodfellow

Cinco inviernos, de Olga Merino

Conocí a Olga Merino vía Zoom en una de nuestras tertulias literarias, cuando el confinamiento condenó a La forastera a un vuelo más bajo de aquel al que estaba destinada. O eso pensamos en aquel momento quienes tuvimos la suerte de departir con la autora sobre una narración que la crítica situó entre las mejores de 2020 (así lo descubro en las listas de El País, El Periódico y Forbes) y con la que obtuvo el Pata Negra y el Cubelles Noir, además de quedar finalista del VII Premio Ciudad de Santa Cruz y del bienal de novela Mario Vargas Llosa.


Poco tiempo después, la librería Yerma propició un encuentro en el que tuvimos oportunidad de charlar con Olga de asuntos varios; entre ellos, del nacimiento de este libro del que vengo a hablaros hoy, Cinco inviernos, que no es sino la recuperación de aquellos diarios, ya remotos, que escribió la joven Merino en su etapa de corresponsal en Moscú, donde plasma, entre otras cosas, su obsesión por la escritura (subrayo una frase que debería hacer pensar a más de uno: «Quizá la tragedia reside en tener más vocación que talento», o este sintagma con que la autora se autodescribe con pesar y sin ningún don de adivinación: «Amanuense del fracaso»), y recoge vivencias, personajes, lecturas, descubrimientos, anécdotas, miedos, así como escenas históricas (el ataque al Parlamento ordenado por Yeltsin en octubre de 1993, la guerra de Chechenia) que ahora más que nunca, con la ola de acontecimientos que sacude las fronteras de Rusia, nos interesan y preocupan a partes iguales.


Puede que yo no sea objetiva al comentar los aciertos de Cinco inviernos. Después de La forastera, me retrotraje en el tiempo para conocer mejor la trayectoria de la barcelonesa y descubrí en Espuelas de papel (2004) y Perros que ladran en el sótano (2012) una voz potente, personal e hipnótica, unas historias interesantes y un estilo ambicioso y pulcro, trabajado hasta la última línea, pero con un resultado tan natural como, después de verla y escucharla un par de veces, la madre que los parió.


Pero no nos andemos por las ramas y aterricemos en la ciudad del Kremlin, donde se desarrolla buena parte este libro inclasificable, de género híbrido, compuesto por pequeños y dispersos fragmentos (a veces aparecen listados de ítems, como si no hiciera falta mayor elaboración) que facilitan la lectura y dejan, en sus blancas transiciones, muchas pausas en las que pararse y reflexionar. Los hay de muy diverso asunto, desde aquellos que ponen la atención en las letras eslavas, presididas por el silbido de un tren y la compañía del invierno («si en algún lugar tombe la neige desaforadamente es en la literatura rusa»), donde traspone fragmentos que solo pueden meternos el gusanillo de volver a los grandes narradores del xix (incluso en un momento dado reproduce las distintas traducciones de un mismo episodio de Guerra y paz, con tantas variantes como matices del hielo en las aceras); los puramente descriptivos, con fogonazos poéticos como aquel que descubre las noches blancas en su «fulgor desquiciado», capaces de resumir con dos términos antitéticos la vida «sucia y radiante» («esa espuma sucia de los días», otra expresión que me inspira para un título) o bosquejar una geografía que solo se me ocurre calificar como «excesiva». Tampoco falta alguna que otra sección con tintes cómicos (así prefiero considerar el dedicado a las cucarachas, al parecer, habitantes de las casas rusas de pleno derecho); otras, más domésticas, en las que traza la «pastosa cotidianeidad», donde cabría recordar todo lo que rodea sus problemas de alojamiento y desplazamiento (y de abastecimiento, aunque ya estoy cayendo en una rima en eco algo desquiciante), su relación con el resto de periodistas, especialmente con la delegación cubana, y, por qué no, sus fiestas sin fin, que no todo iba a ser padecimiento y apreturas en la vida del corresponsal.


Y entre la multitud de personajes que se cruzan en el texto, dos figuras masculinas requieren una mayor atención: la de un algo etéreo Serguéi, relación imposible con el que solo comparte el lenguaje del amor; y la del apuesto Yuri, traductor y facilitador de la vida, que allá era (¿y es aún?) tan distinta a la que llevamos en Occidente. Yuri, del que también las lectoras acabamos enamoradas. Sobre todo tras leer la carta que se reproduce al final del libro. Quienes me conocen ya sabrán que he lagrimeado un poco. Qué le vamos a hacer. No le pidáis peras al olmo.


Por supuesto, no olvida retratarnos Merino otros «tipos», por ponerles un nombre más general, como los excombatientes de Afganistán, esa gran tragedia que califica como «el Vietnam de los rusos», ese horror que sembró las calles de lisiados, de hombres «con la mente telarañosa», además de acabar con la existencia de al menos quince mil almas.


Yo imagino que, mientras escribía aquellos cuadernos, Olga Merino era plenamente consciente de su posición de privilegio, de que era testigo de la desintegración de un mundo. Porque lo que describe sin ahorrarnos detalles (aunque podía haber sido aún más dura) es un paisaje desolador de pobreza extrema, de hiperinflación, de carestía, donde el alcoholismo se erige en tabla de salvación (qué ironía) y fórmula de supervivencia. El desencanto de un pueblo que de la noche a la mañana se vio obligado a cambiar de sistema, «desde la economía planificada, hasta el capitalismo desmelenado». Que se enfrentó de repente al reconocimiento de que «Toda su vida anterior, durante la época comunista, ha sido declarada un error», o a frases como «Nosotros ya lo hemos llorado todo» en boca de Angelines Frutos, alias Tata, una de aquellas niñas emigradas como producto de otra guerra que a veces parece inconclusa.


Pero lo que destaca Merino de la idiosincrasia del país del Este, que llegó a conocer tan bien, puede resumirse en lo siguiente: «Esa melancolía y el coraje forman parte indisociable de lo que se ha dado en llamar el “alma rusa”, su forma de ser, el temperamento de un pueblo de extremos».


En efecto, la escritora y periodista pone el acento en esa sobrehumana fortaleza, en la capacidad de resistencia, en su adaptabilidad («La necesidad y la escasez han sacado un ingeniero de cada ruso»), ayudada, imagino, por un natural estoicismo adquirido tras siglos de esclavitud soterrada. De hecho, en un momento dado la denomina «una sociedad en eterna espera», no sabemos bien de qué ni hasta cuándo, y descubre la enorme zanja que los separa del resto del mundo al afirmar «La diferencia entre rusos y extranjeros es que nosotros, los forasteros, esperamos que las cosas funcionen. Ellos, no». Posiblemente porque tienen bien asumida la frase de un premier de nombre impronunciable: «Quisimos hacerlo mejor que nunca y salió como siempre». Pues vale. A mí me está pasando igual. Quería hacer esta reseña mejor que nunca y me salió como siempre.


Bueno, voy a callarme ya de una forma algo abrupta. Solo me gustaría añadir que, cuando he terminado la lectura, enriquecedora como pocas, aún me he preguntado qué pesará más en estas páginas, si los ojos de la juventud y el entusiasmo de aquella Ola Merino que aún no había llegado a la treintena, o el tamiz reflexivo de la madurez, no sé hasta qué punto capaz de poner cierto orden en unos recuerdos que la distancia evapora.


Elena Marqués


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