En los para mí cada vez más insufribles veranos sevillanos mi casa me compensa a veces ofreciéndome un silencio casi absoluto. Amo el silencio. Por encima de casi todas las cosas. El calor, como el ruido, se me hace difícil de soportar. En los últimos días de mayo y comienzos de junio, en los que el verano se adelanta, leo Yoga. El 9 de junio, justo el día en el que lo estoy acabando, me entero de que han concedido a su autor, Emmanuel Carrère, el premio Princesa de Asturias. Leo algunos primeros comentarios por ahí. No faltan en ellos, como es de esperar, los posicionamientos furibundos. Algunos hablan de oportunismo. Me dejan pensativa y me hacen dudar un poco. La verdad es que hacía algunos libros que no me leía uno de literatura de un tirón. Y hacía mucho que no subrayaba uno con tanto placer. Quizá es que yo tenga el gusto desvariado, esté en el grupo incorrecto, mi opinión sea pura basura, no disponga de los datos suficientes. Ni idea. Lo cierto es que me he documentado poco sobre el asunto. Más bien nada. Pero el caso es que la lectura de Yoga me ha impresionado. Y es en realidad lo único que quiero expresar aquí. Luego han acudido mis redes innumerables artículos loando al escritor y su trayectoria. Puede que los algoritmos sepan de mi intención de escribir sobre el libro. Los guardo religiosamente en mi carpeta «Escritura» de Pocket. Algunos los he leído por encima. Otros siguen ahí, inexplorados. No tengo ganas de leerlos. En realidad, tampoco me apetece hacer esta reseña. El calor, entre otras cosas de los últimos tiempos, intensifica mi tendencia a la pereza, uno de los demonios que podría mirar cara a cara en meditación si me sentara regularmente superando sus mandatos. Lo compré hace meses, en un periodo de caída en un estado de tristeza profunda. Enero y febrero se me presentan a veces como túneles oscurecidos. Mi parte más racional atribuye el hecho a causas químicas o físicas. Quizá tenga que ver con cómo mi cerebro gestiona la falta de luz. Les pasa a algunas personas. Mi parte mística se empeña en categorizar esos estados como noches oscuras. Otra explicación plausible es que mi estado alicaído sea solo un ejemplo más de las consecuencias que tiene para una gran parte de la población esta situación de pandemia, de zozobra mundial y de desbarajuste en todos los niveles. Sea como sea, compré Yoga, reconozco, porque me hice la idea de que era un alegato contra la espiritualidad new age, sus consignas anodinas, sus insustanciales y, peor aún, peligrosas promesas. En algún lugar leí que Carrère afrontaba en este libro el tratamiento de las enfermedades mentales y abogaba por la medicalización, tan demonizada por algunos círculos. Estoy tan harta de la simplicidad de la mirada de los creyentes de unicornios, también en este ámbito, como lo estoy de complejidades neuróticas. Propias y ajenas. Pero no lo voy a contar aquí.
Cuando acudí a mi médica, esta rápidamente me recetó Lexatin para pasar el bache y poder dormir. Mi parte mística (a la que aprecio mucho) seguía queriéndose convencer de que una puede alcanzar la calma y señorear sus estados emocionales con técnicas no químicas que le permitan volver a su eje. En cualquier caso, me interesaba en esos momentos la confrontación con argumentos diversos. También para poder distinguir un poco. No es fácil hoy entre el actual barullo de negacionistas y afirmacionistas en todos los ámbitos y en sus incontables variantes, pero coincidentes todas en el fundamentalismo con el que sostienen una férrea y dicotómica visión del mundo y en cómo vomitan sus correspondientes versículos o mantras a la menor oportunidad. En fin, aunque no lo parezca, tampoco pretendo hacer de esto que no es una reseña un ejercicio confesional o una autoficción. Pero lo cierto es que hay libros que se imbrican de un modo muy especial en el ciclo temático particular de la vida de un determinado momento. Son, por así decirlo, oportunos. Lo de oportunistas lo dejo para una investigación más sesuda. Así pues, yo andaba buscando algunas respuestas y Yoga decepcionó en gran medida, por fortuna, mis expectativas. Entiendo que a alguien no le guste por otras razones. La mitad del libro consiste en un intento de contar la experiencia de un primer retiro de Vipassana, interrumpido para él por el atentado de Charlie Hebdo en enero de 2015 en el que muere asesinado su amigo Bernard, y de otro que logra acabar después. Se intercalan a lo largo del relato reflexiones sobre qué es meditar. Se dan, si no recuerdo mal, hasta catorce definiciones a lo largo del libro. Casi todas en esa primera parte. Si alguien no está familiarizado con ese mundo, puedo imaginar que, al leerlo, considere Yoga como un verdadero pestiño carente de todo interés. No es mi caso. Muy al contrario, por diferentes razones, el discurso de Carrère logró producirme una honda identificación con el yo narrativo. Probablemente también la forma en la que el narrador intima con el lector contribuyó a ello: «Que no se me enfade el lector, no se ponga usted al abrigo, por favor, ni se vaya dando un portazo.» Yo no cerré la puerta y me adentré expectante en el modo en el que ese narrador narra cómo aborda su práctica espiritual de forma no muy rigurosa ni ortodoxa, sin haber conseguido hacer de eso su tarea vital, con un compromiso un poco frívolo y con la certeza de que la práctica no le ha alejado lo más mínimo de sus neurosis, de que jamás podrá lograr convertirse en ese hombre ideal, sereno y benévolo que le gustaría, libre de la tiranía de su despótico ego, ni, por supuesto, alcanzar ese estado de Iluminación, zanahoria de muchos parlanchines espirituales. Tampoco puede esa voz evitar el estar siempre fuera y observar eso que chirría también en esas promesas de salvación que para muchos no suponen sino ejercicios de reforzamiento de un narcisismo que, supuestamente, deberían de trascender con esa práctica. La meditación, este narrador es consciente, no le salva de su sufrimiento neurótico, ni de la duda, y ni mucho menos le puede curar de su enfermedad mental. Ni le da certezas sobre lo que ha de considerarse verdadero o, al menos, importante:«Así y todo, aunque no tengo ningún reproche moral que hacerles, sí tengo la sensación de que entre la sangre y las lágrimas derramadas en París aquellos días, los sesos de Bernard sobre el linóleo de la pobre salita de redacción de Charlie, la vida destrozada de Hélène F., por hablar aquí solo de personas que conozco, y nuestro cónclave de meditantes ocupados en visitar sus fosas nasales y masticar en silencio su bulgur de gomasio, una de las dos experiencias es más verdadera que la otra.»
Los cinco capítulos que componen Yoga integran a su vez un mosaico de pequeños epígrafes. Inicialmente surge de la idea de escribir un pequeño libro, «risueño y sutil», sobre el yoga. Pero el proyecto, con las reflexiones sobre la meditación siempre presentes, acaba convirtiéndose en, podría decirse, la narración del fracaso de un proyecto inicial que se desmorona y acaba desparramándose hacia otros derroteros. La vida se encarga de eso con frecuencia (la meditación, se supone, solo sirve para acercarse a ella). Al escenario de los retiros se le añaden los de su internamiento en el hospital de Sainte Anne y su estancia en la isla griega de Patmos. Yoga acaba convirtiéndose en el relato de esos cuatro años de malogrado proyecto. Una urdimbre en la que se entremezclan su vida personal, su derrumbe psíquico incluido (—«mi autobiografía psiquiátrica y mi ensayo sobre el yoga eran el mismo libro»), y la historia del momento: la crisis de los refugiados y el terrorismo yihadista. Yoga también es una reflexión sobre el oficio de escribir y la intrínseca paradoja que existe entre pretender narrar la vida y empeñarse, al tiempo, en la búsqueda de un lugar en el que descansar de categorizar el mundo: la narración es «Exactamente lo contrario de la meditación, cuyo objetivo, precisamente, definición número doce, es dejar de contarse historias. Es disolver esa espesa capa narrativa, de juicios, de comentarios que las personas como yo usan para recubrir diligentemente las cosas como son».
Me impliqué en esta narración porque en ella se logra entrelazar reflexiones sobre lo individual y lo social, lo íntimo y lo político, la locura y la cordura que coexisten en cada uno de nosotros, encerrados como estamos, en esta convulsa época, en nuestras fortalezas individualistas y egóticas, a solas con nuestras neurosis, narcisismo y soledad particulares e intransferibles. Pero Yoga también aborda el amor, el valor de los vínculos y de su pérdida. Y las pequeñas redenciones. Que también existen.
No me enrollo más. Ya anuncié que, en realidad, no me apetecía hacer una reseña. Confieso, eso sí, que, tras acabar de leer, y durante esos días calurosos, me aficioné a los ejercicios de entrenamiento que ofrecía una página de mecanografía en internet. Que he abandonado después, como muchas otras cosas que emprendo. He de añadir, también, que de este relato me decepcionó el final. Pero no voy a hacer spoiler. El silencio del verano atronador puede ser un buen momento para leer Yoga. O para no hacerlo.
Miriam Palma Ceballos
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