La casualidad, caprichosa como ella sola, ha querido que en unos pocos meses me haya enfrentado a dos libros sobre la vida de dos mujeres rusas. Bueno, en realidad, quiero pensar que la casualidad no existe, y que, de existir, se disfrazaría bajo los nombres de sendos clubes de lectura que han tenido a bien iniciar el curso con la recientemente publicada biografía de Anna Ajmátova, a cargo del escritor mallorquín Eduardo Jordá; y esta otra novela sobre la que me gustaría hoy comentar algunos extremos, Un montón de migajas, de Elena Gorokhova, que, a pesar de sus cerca de cuatrocientas páginas, se lee sin sentir. Y eso, creo, es el primer punto positivo entre otros muchos que intentaré compartir en estas líneas.
Pero empiezo por el final, por la página de agradecimientos, donde comenta la autora: «La inspiración a la hora de escribir estas memorias nació durante un seminario que Frank McCourt ofreció en la Conferencia de Escritores de Southampton».
No sé si fue a raíz de ese encuentro o, como he leído en un artículo perdido (no parece que la petersburguesa despierte demasiado interés por nuestros lares), esas conferencias fueron las que le abrieron los ojos y la ayudaron a modificar su ya escrita y rechazada biografía para convertirse en lo que es hoy: un testimonio realista y lúcido de los años sesenta y setenta de aquella Unión Soviética gris y controladora donde todos fingían para sobrevivir, pero contado con una frescura y un humor que de alguna manera recuerdan las formas de Las cenizas de Ángela, que sería una historia aún más terrible de no mediar esos ingredientes de la ironía y la ternura. De hecho, incluso la parte inicial de Un montón de migajas, que narra los primeros años de la protagonista, se tiñe de la inocencia propia de la edad como ocurre en el libro del irlandés, si bien esa candidez se irá perdiendo a medida que la joven Lena atisba Occidente y se plantea la posibilidad de abandonar el barco; cuando, llevada por su innata curiosidad, se extraña de no encontrar el significado de la palabra privacity, un término inexistente en su lengua por razones obvias, y se cuestiona el vranyo en el que vive[1]: una representación más falsa aún que las obras en las que participa su hermana Marina, actriz a pesar de la inicial oposición familiar en un mundo en el que todo debía ser productivo y útil.
Esa voz en evolución es el mayor mérito de un libro que, si bien se mira, no resulta original en planteamiento ni estructura. Desarrollada en orden lineal, incluso partiendo, para comprender mejor algunas cuestiones, de la biografía de su propia madre, personaje fascinante que seguramente habría dado para otra novela aún mejor («mi madre acabó siendo un reflejo de mi patria: autoritaria, protectora y difícil de abandonar»), la narradora cuenta en primera persona su devenir desde que recuerda hasta los 24 años, momento en que se embarca en un breve matrimonio de conveniencia que nos traslada a su presente en Nueva Jersey, apenas anotado en un brevísimo epílogo.
Lo que pone ante nuestros ojos es una existencia monótona y anodina que sigue con aparente docilidad el orden establecido, tanto en la familia y en la escuela como en el vecindario, en el trabajo, en la universidad…
Y si despierta nuestro interés es porque, especialmente a través de algunas anécdotas, como la detención de personas por no oír el despertador y llegar tarde al trabajo, o la de su propio tío por contar un chiste, lo que me ha recordado a una escena de la película alemana La vida de los otros, conocemos, o confirmamos, cómo se desarrollaba la vida en el Leningrado de Brézhnev, algo que hasta hace poco nos estaba prácticamente vedado.
Con estas escenas, contadas prolijamente con naturalidad, pero, a medida que avanza en tiempo y madurez, con mayores y más palpables dosis de crítica, logra crear una atmósfera de inquietud y de permanente sospecha que nos envolverá como si estuviéramos en otro universo.
Porque, especialmente a nosotros, que vivimos más que nunca mirándonos el propio ombligo, nos costaría demasiado someter nuestros intereses al bien de la colectividad de la forma en que aquí se retrata («Oímos hablar mucho del amor a la patria y del amor al Partido Comunista, pero nunca del amor al prójimo»), del mismo modo que seríamos incapaces de soportar con estoicismo las restricciones de la era del socialismo desarrollado[2].
Dejo para el final mi pequeña reflexión sobre el título del libro, que, en principio, procede de un nuevo vranyo para que uno de sus tíos, ante la escasez de pan, deje de llorar. Dice así Gorokhova que su abuela partía la hogaza en un montón de migajas para que creyera que había mucha cantidad, para que tardara más en comer y engañara así el pellizco del hambre.
Desde luego, esa sola anécdota resume bastante bien las condiciones de vida de una época tan oscura; pero yo no puedo dejar de pensar que la escritora, como los niños de los cuentos infantiles (Hansel y Gretel, el pequeño Pulgarcito…), ha elegido dejar estos fragmentos de su vida para no perder del todo el contacto con su país, para recuperar esas raíces que no querría perder (en el epílogo explica que le gustaría que su hijo aprendiera ruso), pues, al fin y al cabo, la Elena Gorokhova de hoy jamás habría existido sin el peso de la niebla sobre el Neva.
Elena Marqués
[1] No me resisto a reproducir este fragmento: «Esto es el teatro, un auténtico mundo de fantasía, tan emocionante como valioso, del todo diferente al teatro cotidiano que todos tenemos que soportar». [2] Tampoco me resisto a reproducir esto otro: «Muza es capaz de hallar belleza y reconocer la mano de la fortuna en casi todas partes; en esta ocasión, tiene suerte de vivir cerca del río porque recientemente han cortado el agua caliente en su edificio».
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