¿Inapetencia? ¿Falta de apetito sexual? ¿Impotencia? No se preocupe. El dr. Goodfellow sabe lo que necesita para volver a sentir la llama del deseo inflamando sus… Bueno, no es necesario dar las coordenadas geográficas exactas.
No creo que nadie dude a estas alturas de que, en lo referente al mundo editorial, la relación entre calidad y ventas es cuando menos caprichosa. El éxito comercial, tan esquivo para los libros, pocas veces obedece a las bondades de la obra en cuestión, aunque, en ocasiones, pueda coincidir. Suele ser, más bien, el resultado de una cuidada campaña de promoción o de un golpe de fortuna. El truco parece estar en hacer creer al personal que se está perdiendo algo que los demás ya han descubierto.
En España, según las encuestas, se lee poco. Y entre estos pocos, prima la costumbre mayoritaria de no incluir en la dieta lectora títulos que no cumplan con esa norma de “interés general” a la que les aboca la dictadura de los llamados best sellers. A esto habría que sumar la fidelidad monomaníaca de aquellos lectores voraces de un género específico. Estos últimos rara vez toman el riesgo de adentrarse en territorios ignotos. En su afán por revivir experiencias, acuden a los libreros pidiendo consejo para encontrar una novela lo más parecida posible a esta o aquella con la que tanto disfrutaron. El resultado es obvio. Si ya de por sí son pocos los que se atreven con los autores vivos que reconocen abiertamente su intención de hacer literatura de calidad, con lo mal visto que está eso, ni qué decir de los clásicos.
Así las cosas, no puede sorprendernos el renacer que supuso para la literatura erótica el fenómeno de Las cincuenta sombras de Grey. Ya saben, aquella novela en la que una chica pavisosa con un claro trastorno obsesivo compulsivo consistente en fruncir el ceño cada dos páginas se enamora de un tipo rico y atractivo al que le gusta dar azotitos en el pompis a sus conquistas (¡con la que está cayendo en materia de violencia de género!). Los que hemos leído al marqués de Sade, D. H. Lawrence o Henry Miller, por poner solo tres ejemplos, ya sabíamos que el sexo es un tema recurrente en la historia de la literatura universal. Pero para los que solo disfrutaron durante sus vacaciones estivales de las aventuras de Harry Potter (aquel niño que, como tantos otros, se aficionó durante la adolescencia a jugar con su varita mágica) y luego se emocionaron con los vampiros romanticones de la saga Crepúsculo, toparse de repente con que en las novelas se practica el fornicio debió representar un gran descubrimiento. Todo no iba a ser andar detrás de enigmas escondidos en las obras de arte o construir catedrales.
Teniendo en cuenta la simplicidad erótica, temática y narrativa de Las cincuenta sombras de Grey, no pude evitar preguntarme qué pensarían esos lectores (y lectoras, que fueron mayoría) sobrexcitados si, por un casual, cayera en sus manos Llama de amor vivo de San Juan de la Cruz. Un solo poema encierra mayor carga de erotismo que toda la saga de E. L. James junta. Y eso que es santo. Porque no me negarán que el poemita, a poco que nos deleitemos en su lectura guardando los debidos ritmos y pausas, tiene su miga. Yo, al menos, he de confesarlo, me vengo arriba. O la Noche oscura, esa en la que el autor junta a “Amado con Amada”.
Ya sé, ya sé. Todo es alegoría. Purísima metáfora con la que el patrono de los poetas en lengua castellana explica el proceso de unión mística del alma con el Altísimo. Pero qué quieren que les diga. Por más que leo las abundantes paráfrasis explicativas en las que San Juan se afana en clarificar el significado religioso de sus poemas, no logro pasar de la lectura literal. Lo reconozco. Sus glosas me aburren celestialmente. Sin embargo, su escasa obra poética sigue pareciéndome uno de los más bellos ejemplos de poesía erótica en castellano. Igual es que me dejo llevar por la erótica del todopoderoso. Así que, por mucho que él se empeñara en insistir en lo de las tres vías de unión con Dios (ya saben, el protagonista del Antiguo Testamento, caso único en la historia de la literatura de un personaje omnisciente), yo sigo en mis trece. Una de dos. O no doy para más o soy un malpensado, lo que, conociéndome, no es ni mucho menos descartable.
Eso sí, tenga cuidado. Si usted llegó a ponerse con la tontería esa de Grey, ni le cuento cómo puede acabar después de acudir a la viagra de la literatura patria, los poemas del “medio fraile”. No se asusten. No es por falta de respeto por lo que uso el mote. Es por homenajear a otro gran nombre de nuestras letras. Así era como lo llamaba, cariñosamente, la también mística y santa, Teresa de Jesús. Se ve que el hombre era de escasa corpulencia, a buen seguro, por culpa de los rigores de la pobreza que hubo de sufrir siendo niño tras la temprana muerte de su padre.
Sigan mi consejo. Lean ustedes a San Juan de la Cruz, que no le falta de nada. Erotismo, sensualidad… y hasta una buena excusa si les cogen leyendo literatura subida de tono. “Esto es poesía mística, cariño. Ascetismo del bueno”. En fin, yo he hecho lo que estaba en mi mano (no tomen la expresión al pie de la letra, que nos conocemos). Si con el reclamo del sexo no consigo que den el paso y se adentren en la poética de este gran autor, nada lo conseguirá. Ahora, que ustedes se lo pierden. Avisados quedan.
Por Manuel Valderrama Donaire
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