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  • Foto del escritorDr. Goodfellow

Lo demás es aire, de Juan Gómez Bárcena



«Treinta y dos casas, cuatro hoteles, una iglesia, ningún bar. Una aldea tan insignificante que a menudo se confunde con el último barrio de Cóbreces o con el primero de Oreña. Poco más de dos kilómetros cuadrados de extensión; treinta y cinco metros de altitud sobre el nivel del mar; ciento veintiún días de lluvia al año. Un arroyo casi sin agua que viene a morir a los acantilados. Un mar casi siempre gris. Un cielo que puede ser muchos cielos en un mismo día, virando rápidamente al blanco y del blanco al azul y del azul de nuevo al gris. Muchos verdes distintos en la hierba, en las copas de los árboles, en los maizales. De vez en cuando, un puñado de vacas negras y blancas, pastando. Un tractor que viene y va. Ninguna persona. Nada parecido a una plaza, a un ayuntamiento, a un centro social: solo algunos bancos de madera dispersos por los caminos, casi siempre vacíos. Vacíos los bancos y vacíos también los caminos. Eso es Toñanes: un censo de doscientas ochenta vacas y cien personas —¡qué vamos a ser cien!, dice Lola Valdés, meneando la cabeza; eso era antes, nene, ¡ahora ni cincuenta quedaremos!—».

«Pinta tu aldea y pintarás el mundo», dijo León Tolstoi a los futuros escritores, y Juan Gómez Bárcena ha tomado nota y ha subido la apuesta. El chico de la capital que pasaba los veranos en la casa que sus padres compraron a un familiar en Toñanes, el niño de los dinosaurios, se convierte en cronista para construir un relato sentimental que vincula su propia biografía con la de su familia, remontándose a través del árbol genealógico que comenzó su padre mientras esperaba a que naciera él durante los nueve meses de embarazo y que el propio escritor acabó, rellenando los huecos que faltaban.

Pero no se confundan. Lo demás es aire no es otro libro autobiográfico (ni biográfico a secas), de esos que se publican a cientos siguiendo la moda de la novela confesional rebautizada como autoficción. El protagonista de esta historia no es él mismo reconvertido en personaje, sino Toñanes, esa aldea con la que el autor ha dibujado el mundo sin limitarse al presente. Los protagonistas son sus vecinos, los de ayer y los de hoy, los que a través de los siglos han pisado esa tierra tan vinculada a la historia sentimental del autor, capaz de hilar sus pequeñas historias hasta componer con sus retales una novela inolvidable en la que juega con la estructura narrativa creando un multiverso novelístico, un caleidoscopio cronológico que nos permite como lectores ver pasar en un mismo párrafo a un grupo de neandertales en busca de caza, a una reata de mulas pisando un camino de tierra que termina, a su vez, convertido en carretera asfaltada por la que pasa el coche familiar conducido por su padre o al propio autor sentado en el asiento de copiloto del coche de su novia.

Esta novela polifónica está llena de tiempo, de vidas. Pero, sobre todo, está llena de Toñanes, esa diminuta localidad cántabra que el autor ha adoptado como patria y en la que los lectores sentimos el vértigo del pasar de los siglos siguiendo las peripecias de unos personajes minúsculos, con unas vidas rescatadas del olvido a través del cóctel mágico que componen la investigación histórica y la ficción, y que se transforma en símbolo de toda una comarca, de todo un país, de todo un universo.

«Un minuto y cinco segundos: el tiempo que se tarda en recorrer el pueblo de cabo a rabo, a una velocidad media de ochenta kilómetros por hora. Mucho antes de que acabe la canción que está sonando en la radio, habrá acabado Toñanes. El paisaje se transforma poco a poco en un temblor verde que huye a toda prisa. Ven pasar eucaliptos, casas de piedra, cuadras de hormigón; dos enanos de jardín montando guardia en una tapia; algunas ovejas, algunas vacas. Una montañita de estiércol, en la misma orilla de la carretera. Un letrero.

La palabra TOÑANES, tachada.»


Manuel Valderrama Donaire

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