Dame tu mano, tu mano querida, y ven conmigo,
pues queremos alejarnos de los hombres.
Son mezquinos, ruines, y su mezquina ruindad nos odia
y mortifica.
Sus ojos rondan maliciosos por nuestro rostro y su oído ávido
manosea las palabras de nuestra boca.
Recogen beleño...
Así que huyamos
a los campos soñadores que, gentiles, con flores y hierba,
confortan nuestros pies vagabundos,
al borde del río que, con paciencia, carga sobre su espalda
imponentes fardos, pesados barcos repletos de mercancías,
con los animales del bosque, que no murmuran.
La escritora berlinesa Gertrud Kolmar (nombre artístico de Gertrud Käthe Chodziesner) nació en 1894 en el seno de una familia de clase acomodada. Pasó su infancia, como muchos de los judíos asimilados de la Alemania de la época guillermina, al amparo de una tranquila seguridad que, pese a la presencia cada vez más fuerte del antisemitismo, difícilmente permitía prever lo que les depararía un futuro no lejano. Su padre, Ludwig Chodziesen, afamado abogado que llegó hasta a ejercer de consejero del emperador, fue un apoyo fundamental en la vocación literaria de esa joven retraída, culta y sensible. Por permanecer junto a él cuando ya era anciano renunció a abandonar el país pese al progresivo deterioro de sus condiciones vitales cuando los nazis llegaron al poder. Walter Benjamin fue su primo. Compartía con él, entre otras cosas, además de una esmerada cultura, el amor hacia la literatura. Y con él compartió un final trágico: ella murió en algún momento de comienzos de marzo del 1943. No se ha logrado saber si durante el trayecto que la transportaba a Auschwitz o ya allí en el campo de exterminio.
La escritora es conocida fundamentalmente como poeta, una de las poetas alemanas más importantes del siglo xx, según el criterio de muchos. Pero, además de alguna pieza de teatro, también escribió dos obras en prosa que no pudieron ser publicadas mientras vivió: La madre judía (Ediciones Traspiés, 2017), de la que nos ocupamos aquí (Die jüdische Mutter), elaborada entre 1930 y 1931, pero que no se editó, con el título de Una madre, hasta 1965; y Susana (Susanna), escrita entre 1939 y 1940, que no vio la luz hasta 1992.
El texto que introduce esta reseña es parte de «El ángel del bosque», un poema escrito en sus últimos meses de vida que forma parte de Welten, obra póstuma aparecida en 1947 y traducida al español como Mundos (publicada en Acantilado en 2005 en la versión de Berta Vias Mahou). Estos versos guardan en cierto sentido relación con la narración de la que se ocupa esta breve reseña. Y es que esta se inicia con el recorrido de un tranvía, en la noche de un 19 de agosto, desde el centro de Berlín hacia la periferia. En él viaja una mujer misteriosa, de vestimenta oscura, que, tras bajarse en un apeadero de las afueras, se adentra en un camino sin pavimentar hacia una casa de «brillo crepuscular» situada en un espacio de «ambiente monacal» alejado de los hombres, del bullicio de la gran ciudad, al que no han llegado aún algunos de los avances del progreso, como la electricidad. Un lugar apartado que se describe como una especie de salvaje refugio de tintes míticos, una especie de arcadia, como la del poema, alejada del agitado, ruidoso y tal vez amenazante mundo social urbano. Allí, en una casa antigua, la mujer habita una amplia habitación alquilada. Vive de su sueldo como fotógrafa de animales y entregada por entero al cuidado de su hija de cinco años. Hasta después de esta presentación a lo largo de siete páginas no sabremos el nombre de la mujer, cuya belleza se perfila también, en un diálogo con su hija, imposible de encasillar: unos la consideran, según le informa la hija, fea y otros, en cambio, muy guapa. Martha Jadassohn, judía, se trasladó allí con la niña tras la muerte de su marido no judío, alejándose también de la familia política, que, lejos de apreciarla, siempre la vio con malos ojos. El padre intenta por todos los medios impedir la unión de su hijo con la que considera como una peligrosa arpía. La personalidad de Martha se perfila en estos momentos con una dualidad que acaba atormentando a ese hombre que hace caso omiso de las presiones del padre: una mujer que disfruta sin vergüenza ni impedimentos de su sexualidad pero que al tiempo es percibida como de personalidad fría, inexpresiva y distante. Esa dicotomía inexplicable y desconcertante y el escaso interés que muestra en la vida de Friedrich acaban agotando su interés y la unión matrimonial. «La persona que veía de día le afligía y aburría». Cuando alumbra a su hija, Martha se entrega completamente a su papel como «una loba feroz», como «una madre animal», expulsando al hombre de la relación simbiótica que establece con ella, Ursa. Friedrich muere finalmente tras regresar enfermo de su estancia de un año en América.
Kolmar sienta sobre este inicio las bases de una narración compleja que se lee (o al menos esa ha sido mi experiencia) con la implicación que posibilita una novela de intriga. Dividida en tres partes, esta corta novela de 155 páginas en la edición española arrastra al lector hacia mundos oscuros. Sus planteamientos proponen a menudo retos desasosegantes. Interpretar esta obra, a juzgar por la disparidad que ofrecen los múltiples intentos, se vuelve una labor escurridiza. El motor de la trama central es la desesperada búsqueda del violador de su hija de cinco años. Ursa muere a consecuencia de ese funesto acontecimiento que irrumpe en la tranquila vida de ambas, desbaratando el orden conseguido en ese apartado lugar. El personaje, presentado al inicio como frío y sereno, se muestra ahora inundado de odio y sed de venganza. En el discurso literario se van entretejiendo cuestiones nunca solucionadas en él en torno a la culpa, la venganza y la ley, la fe, la feminidad, la maternidad, el deseo femenino, la sexualidad, la alteridad o el creciente antisemitismo presente en la sociedad alemana a finales la segunda década del siglo xx. El perfil de Martha se va configurando como profundamente contradictorio, difícilmente clasificable, gracias, entre otros recursos, a un juego de perspectivas narrativas que nunca permiten determinar del todo hasta qué punto es realmente portadora de características propias o se trata de una figura atrapada en la visión prejuiciosa de los otros y las máscaras sociales.
Muchas son las cuestiones por las que me ha fascinado este texto. Una de ellas es la importancia que a lo largo de la novela tiene la mirada. Martha percibe lo que la rodea con una sensibilidad especial, honda. Sus observaciones quedan registradas en el discurso narrativo a través de prolijos detalles. La representación de esa visión interna da cuenta a menudo de una íntima vinculación con el mundo, entrando en contradicción con las otras facetas de su perfil, porque la fachada de austeridad y rigidez no parece compatible con ello.
En relación con la mirada se hace central un recurso literario habitual: a lo largo de todo el relato se repite unas cuantas veces una escena en la que ella se contempla en el espejo. Este le ofrece su reflejo desnudo. Un cuerpo deseante de una sexualidad libre de riendas y a veces proyectada y utilizada como instrumento de poder o de intercambio. ¿Es esa sensibilidad incomunicable lo que hay detrás de los roles de madre entregada y, después, de entregada amante a menudo caracterizada como sacerdotisa o peligrosa hechicera? ¿Son esas facetas en la que reverberan ecos de viejas figuras y mitos femeninos de tradición judía, bíblicos o grecolatinos, como Mirjam, Medea, Niobe, propias o proyecciones de la mirada externa? ¿No son todos estos aspectos incompatibles con la representación de un personaje coherente? ¿Se trata simplemente de una sugerente pero fallida construcción literaria? ¿Es posible que, como algunos interpretan, Kolmar construya su discurso y su personaje incorporando en un juego irónico los argumentos misóginos y antisemitas de la época (¿ intentando deconstruirlos con esta imitación?), como los que vierte Otto Weininger en Sexo y Carácter (1903), un auténtico best seller de la Alemania pre-nazi, con los que guarda una pasmosa similitud en numerosos momentos? Difíciles cuestiones que, evidentemente, no se pretenden abordar aquí. Por lo demás, es un universo parco en personajes relevantes: Martha, la hija violada, el criminal ausente y los dos hombres con los que entabla relación y que se sienten atraídos primero por lo diáfano de su honestidad y falta de pudor y que la repudian finalmente por las mismas razones.
Termino con una cita al comienzo de la tercera y última parte, centrada en la relación con Albert. De este hombre más joven acaba, contra sus propios cálculos, perdidamente enamorada al tiempo que supera su duelo. El final no lo adelanto. Sí que me permito anunciar que no es de novela rosa.
“Ella no se defendió. Cogió su mano como si fuera algo inofensivo y la puso lentamente sobre su pubis, por debajo de la ropa. La mirada del hombre brilló y murmuró:
—¿Quién te lo ha enseñado? No esto, sino todo… Dímelo de una vez, te lo he preguntado muchas veces. ¿Fue tu marido?
— Mi sangre.
—No te creo. ¿Has leído algo en los libros?
— No leo ese tipo de libros. Son obscenos.
—Entonces, ¿tenías amantes?
—No.
—Sí. Pero tú no me quieres.
Ella guardó silencio.
—¿Pero te gusta dormir conmigo?
—Sí…
—Eres una prostituta.
Martha negó con la cabeza.
—Eres una judía.”
Miriam Palma
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