La literatura es un espejo en el que mirarnos. Estoy de acuerdo. Mi experiencia ante el texto escrito es que siempre nos buscamos en él, o a veces todo lo contrario. Huir de nosotros mismos a través de personajes que nos hubiera gustado ser, de historias que habríamos vivido sin dudarlo.
La novela La educación física, de Rosario Villajos, Premio Biblioteca Breve 2023, me he hecho trasladarme a la edad de esa adolescente que se retrata en sus páginas. Me estoy refiriendo a ese momento en el que no estamos a gusto con nuestro cuerpo, que no entendemos de la misa la media, que queremos ser aceptados pero tenemos miedo, que buscamos sin mucha suerte nuestra identidad. Igual estoy hablando solo de las mujeres de mi generación, que ya peinamos canas, y los jóvenes de hoy en día tienen otras agarraderas. Lo dudo mucho. El hombre ha evolucionado poco desde que descubrió el fuego. Esa es mi impresión. Yo a veces, al mirarme al espejo, descubro esa indefensión paleolítica de no saber si esa noche comeremos mamut.
La joven Catalina se enfrenta a otro tipo de problemas, pero el desamparo que siente no deja de ser el mismo. Desde una tarde aciaga en que para volver a su casa decide hacer autostop, nos hace recorrer su vida en familia, marcada por los tabús y las mentiras; sus relaciones en el colegio; sus primeros escarceos sexuales, unos eternamente pospuestos y otros desagradables y obligados, lo que lleva a Villajos a centrarse en el papel de desventaja que siempre tiene la mujer por el hecho de serlo.
Pero esto no es un alegato feminista como otros que he tenido la desgracia de leer este verano. Quiero decir que no es un panfleto, sino buena literatura que cuenta una historia de abuso y de culpa, de ocultación y apariencias. De falta de comunicación familiar, de ausencia de confianza, de diferencias educacionales (quién fuera Pablito, ¿verdad, Catalina?). Que sabe combinar bien los tiempos, el del presente marcado por el reloj (intuyo que las cuatro horas de la ficción se corresponden con las de lectura) y el pasado que conforma a la protagonista como es. Que se adentra en su cabeza con una agudeza extraordinaria y real. Seguramente porque la autora ha vivido, o sigue viviendo, algo semejante.
Catalina se nos ofrece como alguien conocido. Tan conocido como que yo me identifico totalmente con sus reacciones y sus temores y sus silencios, con esa tonta vergüenza que nos han inculcado siempre madres sobreprotectoras y padres ajenos por un pudor ancestral a nuestros verdaderos problemas. Porque nuestro cuerpo, por lo visto, es una provocación de la que somos responsables. Una pena que arrastramos como hijas de Eva. Esa es la frase más repugnante del libro: «La culpa es tuya». Ya no solo mostrarse involuntariamente «deseable», sino simplemente amable, te hacer ser blanco de las manos del otro.
Por otra parte, el título me parece todo un acierto. Aparte de que la educación física era para mí la asignatura más odiada en el colegio (soy poco deportista, y a mucha honra), y aquí esa clase es escenario de uno de esos abusos que normalizábamos y callábamos y nos hacía odiar aún más nuestro propio cuerpo, recuerda a aquella otra novela de Flaubert que se centra en la «Histoire d'un jeun homme», con sus reflexiones sobre la amistad y las relaciones amorosas y, por supuesto, como es propio del francés, retrato de la sociedad en la que vive. En el libro que comento hoy, esa pintura es la de la España de principios de los noventa, marcada por el terrible crimen de Alcasser, que planea sobre Catalina como el resto de su educación, en la que el cuerpo y lo físico y lo sexual no eran centro de nada, sino obstáculo y pesadilla. Algo a lo que hacer daño, incluso provocándoselo uno mismo (la autolesión de la protagonista para tapar dolores mayores causa estupor). Una educación constreñida por una faja que no es ni siquiera simbólica, sino real hasta centrar nuestras miradas en las librerías y hacernos fruncir el ceño porque bien fea que es.
Hace poco comentamos algunos pacientes de esta consulta que la concesión de un premio últimamente parece responder a razones extraliterarias. Yo confieso que no había leído nada de Rosario Villajos hasta hoy. Tengo referencias de su bien reseñada La muela, con la que seguramente completaré mis compras de libros compulsivas de este otoño. Desde luego su forma de narrar me ha gustado mucho, sin darse a grandes alharacas estilísticas pero todo correcto. Las descripciones son magníficas, no escatima en datos desagradables. Será porque, al fin y al cabo, el cuerpo es lo que tiene, y aquí no se idealiza ni mucho menos. Más cuando la pobre Catalina no le tiene casi aprecio. Y, aunque narrada en tercera persona, la voz se adecua a la perfección a la mentalidad de una adolescente, sin simplificar por ello el texto, sino transmitiendo las sensaciones, temores y emociones que todas hemos experimentado en una fase ya lejana de la vida.
No creo, sin embargo, que, aunque el libro estoy segura agradará más a las féminas que a los hombres, por lo dicho al principio sobre el carácter especular de la literatura, vaya a gozar de pocos lectores masculinos, cuya educación física y sentimental dista mucho de la que hemos sufrido otras. Yo, de todas formas, desde aquí lo recomiendo, tanto a unas como a otros. Estoy segura de que no les defraudará.
Elena Marqués
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