Aún recuerdo el impacto que me produjo leer el primer libro de Herta Müller, los 15 relatos que componen En tierras bajas (Niederungen en alemán, 1984; en español editada en su primera versión por Siruela en 1990). La publicación de esta su primera obra tuvo una historia azarosa y causó tanta admiración en los lectores occidentales como repulsa en parte de la comunidad germanoparlante del Bánato rumano, lugar del que ella procede. De modo especial, me fascinó su capacidad para trabajar el lenguaje, la técnica concienzuda con la que logra cincelar de modo preciso un discurso profundamente poético con el que ofrece descarnados y a menudo brutales testimonios de una determinada parcela de la realidad: la asfixiante estructuración de la vida y la autocomprensión de esa minoría de procedencia alemana. La autora, cuya biografía está profundamente marcada por agitados y en gran medida dramáticos sucesos, ha concentrado su talento literario en seguir ofreciendo certeros y punzantes reflejos del sometimiento de la vida en los totalitarismos: cómo se manifiestan y articulan los efectos del poder en los individuos, el ahogo y el miedo a los que estaba sometida la población durante la dictadura rumana que despliega su vigilancia y control absoluto sobre todos los ámbitos de la vida, cómo el pasado nacionalsocialista y la represión soviética tras la finalización de la guerra siguieron (y siguen) impregnando y condicionando el presente de la comunidad suava afincada en el Bánato rumano desde el siglo XVIII y cómo sus integrantes apuntalan y sustentan su identidad (su «alemanidad») en un delirante nacionalismo, aferrándose a una idea de patria profundamente esencialista, estrecha y xenófoba.
De las obras de ficción de esta escritora, galardonada con el Nobel en 2009, han aparecido en español, que me consten, además de otra traducción en 2012 en Debolsillo de la primera citada, en la editorial Siruela, El hombre es un faisán en el mundo en 2009, La piel del zorro, también en 2009, La bestia del corazón en 2010, Todo lo que tengo lo llevo conmigo en 2010 y Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma en 2012.
Pero si su ficción es fascinante, su obra ensayística, por desgracia solo parcialmente traducida, no queda a la zaga. Herta Müller despliega en ella su apabullante talento para entretejer, con su modo peculiarísimo, un discurso alejado de vacuas teorizaciones abstractas y exento de presunción y de grandilocuencia. Ese es el caso de los 18 ensayos recopilados en Siempre la misma nieve, siempre el mismo tío (2019), editados en Alemania en 2011. Las reflexiones sobre la capacidad y el alcance del lenguaje para aprehender la realidad, la función de lo literario y de su propio proceso de escritura son recurrentes en sus ensayos y también ocupan un lugar destacado en esta obra. La autora entiende el acto de escribir como un modo de defender su propia percepción del peligro de invasión de los totalitarismos en la mirada. Fue la escritura la que hizo posible, así lo expresa en el discurso de recepción del Nobel, que la de una niña desamparada que cuidaba vacas en un valle no acabase amaestrada pese a los duros condicionantes y las casi insoportables presiones a las que estuvo sometida en su lugar de origen primero y en los lugares en los que vivió después, cuando abandonó el Bánato. “Como tienen poder, los poderosos siempre tienen que atravesar las pupilas de los otros. Cómo les gustaría en realidad que esas pupilas que atraviesan se quedasen sin mirada”, dice en algún lugar de otro ensayo cuya referencia he perdido y que traduzco deprisa. La asombrosa capacidad para gestar metáforas, poderoso recurso y eje fundamental de su escritura, sirve también aquí para abordar, con una honestidad lacerante (y no siempre cómoda a juzgar por las opiniones de algunos lectores en la versión digital), cuestiones que de otro modo serían difícilmente narrables. “Rascas la palabra hasta que, literalmente, pierde los nervios y te da lo que hay más allá de su contenido. Y cuando no queda nada que rascar, porque se queda en metáfora, la dejas tranquila.” Y ello incluye abordar algunas vivencias complejas y dolorosas que atañen a su propia biografía: un pañuelo o la nieve se convierten en puertas que permiten adentrarse en la narración de las consecuencias que para su madre, y consiguientemente para ella en su infancia, tuvo la deportación a un campo de concentración ruso o la implicación sin arrepentimiento de su padre en el nacionalsocialismo, alcohólico, amado, odiado y rechazado al mismo tiempo, y cuya muerte fue el detonante que la impelió a escribir:
"Aquella nieve me dio asco, me entraron náuseas con aquellos remolinos de pañuelos de nieve. Solo miraba al suelo, me veía los zapatos al caminar y, con todo, era como si caminara sin pies, como si fueran ojos los que llevaban zapatos. En aquella tormenta de nieve comprendí que aquel día de la muerte de mi padre estaba arrojando los jirones de mi infancia hacia todas partes. Cierto es que daba miedo, pero no era algo sobrenatural, sino enteramente inequívoco. Se podía captar con la máxima lucidez —la naturaleza se estaba permitiendo esa exageración—. Y empezaba algo completamente nuevo, ahora que la vida de mi padre había tocado a su fin. Empecé a escribir unos días más tarde, aunque en realidad tampoco me lo había propuesto ni tenía en mente hacer nada relacionado con la literatura. Y como la escritura surgió así, desde el principio y, más adelante, una y otra vez escribí sobre mi padre. Porque el reflejo de su vida, mientras vivió, penetraba constantemente en la mía."
La terrorífica y a menudo surrealista cotidianeidad creada en Rumanía por el control de la Securitate es objeto también de algunos de los ensayos. Otra parte importante de ellos es la dedicada a reflexionar sobre otros autores. La relación con Oskar Pastior, admirado y amado, a quien entrevistó y cuya biografía le sirvió para escribir La bestia del corazón, ocupa uno de los ensayos más interesantes, en el que acaba intentando asimilar y entender también la colaboración como espía de los servicios secretos del escritor rumano. De Emil Cioran ofrece una corta semblanza a raíz de una entrevista en la que desataca la admiración por su integridad y falta de oportunismo. “Y siempre negándose en rotundo a que el ser humano fuera utilizado al servicio de ninguna cosa”. Interesante es la relectura (o más bien, reescritura) que propone de Masa y poder de Elias Canetti para adecuarlo a la realidad concreta de la dictadura rumana. Las páginas dedicadas al escritor judío Theodor Kramer, a M. Blecher o al escritor disidente de la RDA, Jürgen Fuchs, contribuyen a iluminar algunos márgenes de la historia literaria. Y todo el conjunto, en general, ayuda a adentrarse y enriquece la lectura del resto de su obra.
Leer a Herta Müller incomoda. Adentrándome en estas páginas durante estas navidades de estos tiempos tan extraños me he estremecido creyendo hallar algunas claves para entender cosas que suceden ahora. Y es que, en este mundo de enmarañamiento de voces y poca escucha, parece que más que nunca proliferan por doquier posturas dogmáticas y de mirada estrecha que optan por configurar y atrincherarse en espacios bien delimitados de un exterior rechazado, si no odiado. Y da cierto miedo pensar en si, por otra parte, estamos convirtiéndonos en marionetas de percepciones condicionadas por ojos que todo lo ven o todo lo venden.
No hagan caso de cualquier manera de este final. Se me dan mal. Leí el libro, además, en su mayor parte durante un viaje en un tren, el primero en dos años, con un ambiente un poco surrealista. Seguro que eso y la navidad, otra vez pandémica para más inri, condicionaron mi mirada. Lean a Herta Müller y saquen sus propias conclusiones.
Miriam Palma
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