Hay trayectorias humildes y fulgurantes a un tiempo. Porque escribir versos, y más hoy en día, no abre las puertas a la fama, entendida esta como antesala de la gloria o la inmortalidad, pero sí que permite acceder a otros campos ilimitados de discernimiento y sentido más verdaderos y reconfortantes.
Conocí a Gregorio Dávila en un taller de poesía, en los inicios de su carrera literaria. De hecho, creo que aún no había visto publicado ninguno de sus poemas, salvo, quizás, en alguna antología dispar. Presumo de haberlo acompañado en su crecimiento como escritor y me enorgullece cada uno de los premios que ha ido recibiendo en este tiempo; entre ellos, el García de la Huerta en 2017, el Pepa Cantarero en 2018, el Eladio Cabañero en 2019, el Ana de Valle y el Juana Castro en 2021, y el Barcarola en 2022. No cuento los galardones de este año, que ya son varios y aún no ha llegado diciembre. En todos esos libros premiados, más otros que completan su quehacer, Dávila se muestra como un observador sensible y privilegiado, en perpetua busca, tanto de la paz interior como de la palabra justa, de la belleza y la vida.
Porque la poesía de Gregorio no nace del dolor, aunque este exista. Léase, si no, «Mortal y rosa. Con Francisco Umbral». No cabe dolor más grande que el que ahí se refleja. Sin embargo, su lectura provoca una sensación de calma que siempre nos reconforta, y a ello contribuye una sencillez en la que el autor cree. Un autor en cuyos múltiples hallazgos y aciertos líricos, con los que ha conseguido no solo reconocimiento, sino una voz propia, trasparece su inmensa formación y sus amplias lecturas. De hecho, parte de este Heredar la lluvia rinde homenaje a un puñado de escritores que corren por sus venas, esa herencia común que nos brinda la tradición (no solo hispánica, aunque preferentemente), incluyendo imágenes y símbolos ya usados que en sus manos adquieren siempre brillantez y nueva fuerza, donde no faltan la luz, la sed, la naturaleza, el río, el tiempo: todo lo que pervive y nunca pasa. Todo aquello que no se puede ver y que, precisamente por ello, es esencial. De ahí que tampoco falten referencias al lenguaje en sí, o, mejor dicho, al lado inaccesible de las cosas, a la luz que brota de la oscuridad, a la necesidad de nombrar, de hallar el hilo entre las lindes. Quizás ese misterio es el que «obliga» a la imaginería romántico-simbolista que tiñe alguna de las composiciones (con Novalis y sus «Himnos a la noche»).
El XXI Premio Nacional «Poeta Mario López» ha recaído, pues, sobre este hermoso canto a la poesía y a la vida, al «ritmo pausado de las cosas» (Ángel Campos Pámpano dixit), al milagro de la existencia en sus brotes diminutos. Con la lluvia y el agua como símbolo de vida y como ejes vertebradores, se estructura en tres partes de nombres significativos. La primera de ellas, «De los manantiales», subtitulada «Huellas en la mirada», se inspira en libros de autores admirados, desde Félix Arce pasando por Rilke hasta llegar a algunos coetáneos y amigos, como José Manuel Martín Portales o Javier Sánchez Menéndez, en cuyas «versiones» los reconozco. En todas esas composiciones muestra su respeto reverencial y sincero por poetas y maestros, de los que toma, como en otras ocasiones (Madre del agua, Un hombre que no conoce Nueva York), algunos versos que en sus textos se injertan y florecen en fórmulas análogas a las fuentes de las que bebe. Léanse «Los trabajos y las noches» o «Mordido», por poner dos ejemplos, y se escucharán los ecos de los autores de ambos títulos.
Por supuesto, no podía faltar algún haiku «de vuelo mágico», uno de sus géneros preferidos, al que dedica en buena parte su blog, que contrastan, en su brevedad y limpieza de recursos, con poemas de largo aliento, de tono salmódico, adornados con metáforas más oscuras y asociaciones de corte surrealista, pues a cada autor lo celebra en su propio lenguaje.
Apenas ocho poemas sin título conforman el segundo bloque, «Mi menor. Memoria del gozo», dedicados a sus recuerdos de la niñez, rodeado del afecto familiar y una naturaleza cercana. En ellos se desliza el tema de las raíces y el legado de los ancestros (no solo se hereda la lluvia), la poesía que brota del yunque «en la visión de un niño», el verso que empezó a modelarse a golpe de torno y gubia, el amamantamiento y los viajes en coche con el padre. Reconozco que esos poemas son los que me parecen más hermosos del libro. Quizás porque a ciertas edades lo que conmueve con mayor fiereza es lo que hemos perdido. Y porque, a pesar de las referencias exactas, tras cada nombre reconocemos a nuestros propios nombres, y, junto a las palabras, brotan mágica y plásticamente olores y sensaciones, albercas y cielos universalmente azules, que es, como he dicho otras veces, lo que convierte la infancia en el paraíso perdido y la vivencia personal en poesía.
Formalmente los versos de Dávila se deslizan en una lectura amable, de ritmo sosegado en el que el equilibrio de la yuxtaposición y el estilo nominal tienden al temblor del silencio, presente expresamente en el subtítulo de la última parte, «Gusano de primavera», donde, tras el paréntesis de los recuerdos vitales, vuelve a los poemas «dedicados» de la primera parte, a través de los cuales quiere «comprender el hilo que todo lo engarza», devolver al hombre su pequeñez y al lenguaje su inocencia. A las «Naderías» su importancia.
Desconozco la difusión, la tirada que puede tener este tipo de libros, editado por una concejalía de un pueblo pequeño en el fin del mundo; pero os invito a buscarlo y a leerlo antes de que, con esta sequía que nos asola, nos olvidemos del significado de la lluvia.
Elena Marqués
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