Cuando nació Carlos II, monarca que ha pasado a la historia con el sobrenombre de «el Hechizado», su aspecto enfermizo empujó a sus padres, Felipe IV y Mariana de Austria, a romper el protocolo por el que el heredero debía ser mostrado en público a la corte. Se dice que, una vez vio al recién nacido, el embajador francés escribió: «El príncipe parece bastante débil; muestra signos de degeneración; tiene flemas en las mejillas, la cabeza llena de costras y el cuerpo supura; asusta de feo». Nada extraño si tenemos en cuenta que era hijo de tío y sobrina por doble vínculo y cinco de sus ochos bisabuelos eran descendientes de Juana la Loca. La endogamia se cebó con el que todos creían sería un heredero efímero a la Corona de España. Ya convertido en un adulto hipocondríaco, gotoso, epiléptico, estéril y esquizofrénico paranoide, su salud, aunque precaria, le dio para reinar durante treinta y cinco años. De todos sus achaques, el que más importaba en las cortes europeas era el de su incapacidad para darle un heredero al trono de España, codiciado, junto con sus vastos territorios en el Nuevo Mundo, por todas las casas reales del entorno.
Corría el año 1700 y Carlos II agonizaba a la par que el siglo mientras la diplomacia manejaba sus hilos para encontrarle sucesor. Finalmente, y contra todo pronóstico, fue Luis XIV, el rey francés, el que consiguió que su nieto, Felipe de Anjou, ganara el casting. «Pórtate bien en España, que es tu primer deber ahora —le dijo a su protegido—, pero recuerda que naciste en Francia». Y vaya si lo recordó. Su obediencia al dictado de su abuelo, como suele ocurrir, arrastró a toda la corte. Los cronistas, a sueldo de la nueva dinastía, reescribieron la historia para subrayar la debilidad de carácter de los Austrias, que quedaron para los restos como una panda de gobernantes incapaces, culpables de todos los males del Imperio. Así, mientras que bajo la tutela de los Borbones, tan modernos y preparados, se iban perdiendo las colonias y el papel hegemónico de España en el continente, sus predecesores se convirtieron en el chivo expiatorio de todos los males de la patria. Las élites intelectuales se prestaron de buen grado al juego de propaganda borbónica y rompieron con toda la tradición artística, cultural y literaria previa, a la que consideraron poco menos que folclórica y oscurantista. Es así como se explica que, mientras los escritores anglosajones del siglo XVIII se dedicaban a dar forma a la novela siguiendo el modelo marcado por el Lazarillo y el Quijote, en España la producción literaria entró en su periodo más sombrío, con autores más preocupados por ejercer de pedagogos que de dejar una huella artística. El sueño de la razón podía producir monstruos, pero no ficción.
La propagación de las ideas enciclopedistas francesas y el rechazo de la estética del barroco dan como resultado en España una Ilustración sin lustre, con una narrativa casi inexistente y una especial incidencia en el hundimiento de la novela. El gusto por el didactismo y la crítica apenas nos ofrece un puñado de fábulas, género cultivado por Félix María Samaniego y Tomás de Iriarte; en el campo de la poesía, capitaneado por Juan Meléndez Valdés, uno no puede evitar echar de menos los grandes nombres del XVI y el XVII, tan denostados por la nueva élite de afrancesados; y en el teatro apenas podemos salvar la aportación de Leandro Fernández de Moratín. Es en el ensayo donde quizás encontremos lo más salvable del siglo gracias a las aportaciones de José Cadalso y Gaspar Melchor de Jovellanos.
En definitiva, salvando las honrosas excepciones de Cartas marruecas y El sí de las niñas, nuestra literatura quedó presa en un compás de espera secular que solo se rompería con la llegada del Romanticismo. Lógico. Todo buen lector de cuentos sabe que la única forma de romper un encantamiento de cien años es mediante un acto romántico. Eso sí, como los románticos del XIX eran más de oscuridades y tendencias suicidas a lo Werther que de ósculos principescos, el hechizo que mantenía en barbecho nuestras letras no se deshizo con un beso, sino con un disparo. El que el inmortal personaje de Goethe se dio al final de sus desventuras o, para ser más precisos geográficamente, el que se dio Mariano José de Larra y lanzó al estrellato a Zorrilla, que abandonó el anonimato tras leer un poema en honor al autor durante su funeral.
Manuel Valderrama Donaire
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