Me confieso francófila de nacimiento. Y ya, después, de vocación. De pequeña quería malvivir en París, a base de queso, baguettes y vinos sin denominación de origen, en una empinada buhardilla con su correspondiente mansarda mirando al Sena. Soñaba con pasear, bajo la lluvia, por el bois de Boulogne, y terminar la tarde en un banco de place des Vosgues imaginándome a Victor Hugo enfrascado en la escritura de Los miserables. (De vez en cuando haría el de Besançon una pausa para mirar por la ventana y verme a mí allí sentada imaginándolo). De hecho, en mis momentos de alegría, aunque estos sean pocos, me lanzo a entonar La marsellesa. Sin embargo, algunas lecturas, sobre todo de autoras francesas, me han resultado en los últimos tiempos tan tristes, por no decir directamente deprimentes, que he empezado a posponer ciertas recomendaciones, así, a lo loco, sin investigar demasiado qué estaba procrastinando.
Sobre Amélie Nothomb había oído verdaderas maravillas, especialmente por parte de un amigo muy buen lector cuyas sugerencias no suelen caer en saco roto. La elección de empezar con El sabotaje amoroso, que acabo de descubrir que es su segunda novela (aclaro: Nothomb es belga, no francesa, como Hercules Poirot, Maigret y Tintín; que no todo van a ser coles y mejillones en la cuna de la Yourcenar), fue absolutamente casual: mi Kindle se empeña siempre en proponerme libros según mis últimas adquisiciones, junto a novedades y listados de lo más leído en los que no suelo picar por razones obvias.
El sabotaje amoroso trata de una niña de siete años y sus vivencias en Pekín entre los años 1972 y 1974. Una niña que es la misma Amélie Nothomb (la cubierta está presidida por una foto suya de pequeña), quien tira de recuerdos infantiles para contarnos su obsesión por una nueva compañera del colegio, Elena (como la de Troya, claro), más los juegos y guerras particulares, reflejos de otros enfrentamientos, de los niños de distintas nacionalidades que se concentran en el gueto de San Li Tun, donde vive la mayoría de los diplomáticos occidentales. Y en esa especial y, por qué no, privilegiada situación, la autora nos transmite su visión de un país y una sociedad herméticos donde nadie sabe nunca a qué atenerse.
Alguien podría decir que esa parte crítica resulta algo corta, o que es demasiado sutil y superficial; pero es la que puede esperarse de unos ojos «inocentes» (en ciertos aspectos no lo son en absoluto) que entablan sus propias batallas a pequeña escala, inventando oponentes porque, según reflexiona la narradora (y un poco de razón, por desgracia, sí que demuestra tener), todos necesitamos alguien a quien enfrentarnos. Como si la vida del hombre se redujera a luchar. Pero «¿Acaso existe felicidad mayor que enterarse de que tienes un nuevo enemigo?», se pregunta.
Es cierto que en un momento dado, a pesar de ser tan breve la novela, puede resultar un poco iterativa. El asunto no da para más, o todo lo contrario. Un enamoramiento infantil, mucho más irreflexivo de lo que estas chaladuras conllevan, solo puede dar vueltas eternas a lo mismo, y encasquillarse en las miradas de desprecio de la oponente y los infructuosos intentos de acercamiento, las distintas tácticas para conseguir atención. Incluso correr inútilmente, dando vueltas al patio de la escuela, hasta provocarse una crisis de asma. Quizás por el solo hecho de sentir «la velocidad pura, cuya finalidad no es ganar tiempo sino huir del tiempo y de todos los lastres que arrastra la duración». Casi nada.
Y es que, como ya he dicho, aunque todo nos llega desde el punto de vista «limitado» de una criatura de siete años, que traza una barrera infranqueable entre el mundo de los adultos y el ámbito de los niños, que es, para la voz narradora, el único posible («ser niños, es decir, ser»), la forma de contar no es tan simple como podría sospecharse. Un moco de apenas un lustro jamás haría una observación del tipo «la luz más pura nunca deslumbrará tanto como la bofetada del aire», ni profundizaría en la psicología del otro hasta el punto de afirmar que «su susceptibilidad rebosaba de paradojas desconcertantes». Sin embargo, para mí no existen desajustes, hay una perfecta compenetración entre ambas realidades, entre esas dos edades que participan en la reconstrucción de los recuerdos, al deslizarse, junto a esa manera adulta de escribir, de sutil inteligencia no exenta de ironía, un filón de frescura y grandes dosis de imaginación (me encantan las referencias a su bicicleta-caballo), que, al parecer, constituye el sello particular de la autora, a la que, tras esta lectura, me apetece volver a leer.
A mí me han subyugado comentarios como «Cuando sea mayor, pensaré en cuando era pequeño»; o «cuando los adultos se referían a su infancia, no podían evitar pensar que mentían». Porque, frente a las visiones idealizadas de esa etapa feliz de nuestra vida, la de la niña Amélie pone las cosas en su sitio.
En cualquier caso, ya lo he dicho, lo que me parece magistral es su capacidad para meterse en ese tierno pellejo y reproducir de un modo tan acertado su punto de vista, especialmente cuando narra las verdaderas perrerías que hacen a sus enemigos infantiles (no voy a levantarles el estómago) con absoluta naturalidad, pues, lo queramos o no, la infancia, como abril para T. S. Eliot, puede ser una estación bien cruel. Aunque quizás esa crueldad no sea sino la franca y sincera manifestación de los pensamientos sin filtrar, mientras el mundo adulto se reviste de buenos modales que no son sino una fórmula educada para esconder los fingimientos de la hipocresía.
Elena Marqués
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