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Foto del escritorDr. Goodfellow

El corazón de Shelley




Percy B. Shelley, autor entre otras obras de La necesidad del ateísmo, libelo que le valió la expulsión de Oxford, se ahogó en las aguas del golfo de la Spezia en el verano de 1822 tras naufragar con su velero, bautizado con el nombre de Don Juan en homenaje a su amigo Lord Byron. John Trelawny, novelista, aventurero y amigo del difunto, tuvo que sobornar a las autoridades italianas para saltarse la ley según la cual los cuerpos de los ahogados debían sepultarse en cal viva. Tras desenterrarlo, tarea que según parece ocasionó desperfectos en el cráneo del finado a golpe de pala, el cadáver de Shelley fue incinerado. Durante la cremación, Trelawny fue testigo de un hecho sorprendente. El corazón de su amigo se negaba a ser consumido por el fuego. Ni corto ni perezoso decidió rescatarlo de las llamas y entregárselo a su esposa, Mary, que lo guardó, envuelto en sedas, en un cofre que siempre tenía en su escritorio. Tras la muerte de la autora de Frankenstein, el órgano fue enterrado junto al cuerpo del único hijo de la pareja que sobrevivió a su madre, sumándose así a la extraña manía de repartir los restos del poeta como si de reliquias de un santo ateo se tratase. Parte de sus cenizas se conservan en la British Library de Londres; el resto, en el cementerio acatólico de Roma. En la casa-museo que compartió con John Keats se encuentran unos cuantos fragmentos de su cráneo, pero no todos. Otros están en la New York Public Library. Por si fuera poca tanta diáspora, en 2003 un coleccionista anónimo adquirió en una subasta un mechón de sus cabellos.

En cuanto al corazón del poeta, ese que con tanto celo guardaba su esposa, han surgido ciertas dudas médicas, dado su carácter ignífugo. Hay quien asegura que el motivo por el que no ardió con el resto de sus órganos se debe a una calcificación provocada por la tuberculosis. Sin embargo, otros aseguran que lo que Trelawny rescató de las llamas no era el corazón de su amigo, sino su hígado. Sea como fuere, pensemos que la obra poética de Percy B. Shelley, bastante menos leída hoy día que la novela que dio fama a su esposa, es el verdadero recipiente en el que los lectores podemos observar su corazón con curiosidad científica.



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